CULTURA

El hombre que revolucionó la arquitectura del siglo veinte

Le Corbusier dejó una obra arquitectónica que forma parte del Patrimonio Cultural de la Humanidad, y que sigue sirviendo de inspiración a los urbanista de todo el mundo.

A mediados de 1951, en Cap-Martin, en el sur de Francia y a pocos metros del Mediterráneo, Le Corbusier dibujó, para su propio uso, una cabaña de apenas 12 metros cuadrados. La casa era a la vez una síntesis magnífica de arquitectura en la que lo había diseñado todo: de la mesa a la cubierta; una célula irreductible en la que vivir. Llamó a esa vivienda de vacaciones Cabanon, cabaña en francés. Moriría frente a ella 14 años después, mientras nadaba en su adorado Mediterráneo.

Curiosamente, el arquitecto era famoso por haber podido construir menos de la milésima parte de las cosas que proyectó, y que cambiaron la arquitectura del siglo XX. Por ejemplo, su proyecto de Buenos Aires nunca prosperó. También había fracasado cuatro años antes, en 1925, cuando propuso derribar la Orilla Derecha del Sena para transformar París. En otros países que lo desvelaron, como Brasil, la India y Japón, dejó edificios, pero lo único que dejó en nuestro país fue la Casa Curuchet en La Plata, que en realidad hizo Amancio Williams bajo la dirección a distancia suya desde París.

“Todas las ciudades del mundo están enfermas. Y Buenos Aires, como todas, sufre hoy las consecuencias de 100 años de errores urbanísticos”, había escrito el arquitecto a su llegada a la capital argentina. En ese momento, había sido invitado por la Asociación Amigos del Arte y la escritora Victoria Ocampo, que le había prometido un pedestal y un plano fértil para su trabajo. Pero el arquitecto los desconcertó. En la decena de conferencias que dio en la ciudad, Le Corbusier decretó que Buenos Aires estaba enferma, “empujada por su misma vitalidad hacia la parálisis y el caos urbano”.

En Cap Martin, Le Corbusier le hizo a su mujer una tumba en un cementerio marino que está en la cima de una colina que mira al Mediterráneo. Es una tumba doble, con una lápida casi a ras del piso, en el rincón con mejor vista al mar del pequeño camposanto, y ahí decidió que descansarían también sus restos. Y aunque ahí murió, ocho años después (a los 78, nadando en el mar), antes de que lo enterraran fue despedido con un funeral de Estado en París.

Hasta el día de hoy, arquitectos jóvenes y viejos de todo el mundo van en peregrinación hasta allá, a admirar cómo juega la estructura geométrica de la lápida con la sección áurea. El único que eligió un camino distinto fue el escritor John Berger, que prefirió seguir el trayecto que hizo Le Corbusier aquel último día que bajó de su casa al mar y se murió en el agua, tal como había soñado morir desde joven: nadando hacia el sol, de mañana, temprano.

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