cultura

El origen de las bibliotecas

Muchas y muy curiosas anécdotas se han producido a lo largo de la historia referidas al nacimiento de las bibliotecas, desde la Antigua Roma hasta la ciudad de La Plata.

El plan del emperador Julio César de establecer en Roma bibliotecas abiertas, que a raíz de su asesinato 44 a. C. no pudo llegar a realizar, fue llevado a cabo por el senador Asinio Polonio, quien fundó la primera biblioteca pública griega y latina; Augusto fundó otras dos en el pórtico de Octavia y en el Palatino, y los emperadores sucesivos –sobre todo Vespasiano y Trajano– crearon algunas más. En el siglo IV, Roma ya contaba con veintiocho bibliotecas públicas. Los trabajadores de las bibliotecas públicas solían ser esclavos públicos y, en menor medida, libertos imperiales.

Se ignora hasta qué punto será cierto lo que se refiere a la biblioteca viviente de Itellius, un romano de extraordinaria inteligencia y enciclopédica ignorancia. En torno a su mesa, que a veces reunía hasta trescientos comensales, se congregaban los más notables de Roma. Sin embargo, el ávido y poderoso Itellius no era capaz de intervenir en ninguna de las conversaciones de sus invitados, conocedor de que a medida que abriese la boca se ponía de manifiesto su crasa ignorancia, dando lugar a que todos se riesen de las tonterías que fatalmente se le ocurrían.

Decidido a corregir la situación, aunque no por medio del estudio (incompatible con su pereza), encargó a su mayordomo que entre sus innumerables esclavos seleccionara doscientos de los más inteligentes y capaces. Cada uno de ellos debía aprender de memoria un determinado libro: desde la Ilíada hasta la Odisea. Al administrador le costó mucho trabajo y a los esclavos muchos tormentos, pero la extravagante orden de Itellius llegó a cumplirse: ya poseía una verdadera biblioteca viviente. Desde ese momento, sus comidas eran engalanadas con conversaciones doctas. A una simple señal suya, el mayordomo hacía adelantarse a un esclavo, que formaba parte de una silenciosa fila que bordeaba las paredes, para que recitara la frase oportuna. De modo que se le dio a cada uno el nombre del libro que le tocaría aprender de memoria. Un día ocurrió algo que hizo reír a toda Roma. Finalizado el banquete, para que interviniese en una conversación, Itellius reclamó la presencia de Ilíada, pero el mayordomo, en vez de llamar al esclavo correspondiente, se postró ante su dueño y con voz temblorosa musitó estas palabras: “Perdonad señor, Iliada tiene hoy dolor de tripas”.

Refiriéndose a la Roma de los Césares, el alemán T. H. Birt, en su libro La cultura romana, escribió: “¡Qué hermosas y agradables debían ser las antiguas bibliotecas! Eran como santuarios. En los cuartos de los libros, los rollos estaban cuidadosamente guardados en los nidos que cubrían enteramente las paredes. Los lectores tenían a su disposición patios frescos y umbrosos, ocultos por muros altísimos decorados con bustos de las grandes figuras literarias e imágenes de las musas y pavimentados con losas de mármol verde, el color más conveniente para la vista. ¡Cuántas de las preciosas estatuas que hoy adornan los museos italianos no proceden de estas bibliotecas!”.

Manchester fue la primera ciudad de Inglaterra que se jactó de tener una biblioteca pública. No obstante, la Biblioteca Real de Dinamarca posee una de las mayores y más importantes colecciones literarias que existe en Europa, procedente de la biblioteca del profesor David Simonsen, antiguo gran rabino, adquirida por el Estado danés en 1932. Esta colección comprende numerosos ejemplares raros de una gran importancia para la ciencia. Asimismo, la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, a pesar de no distinguirse por su belleza, es una de las mayores bibliotecas del mundo y de las mejores instaladas. Contiene más de cinco millones de libros y folletos, dos millones y medio de cartas geográficas, de relieves marítimos y de composiciones musicales. Todo ello está al alcance del público, que puede conseguirlo sin cumplir apenas alguna formalidad.

Por decreto de la Primera Junta del 13 de septiembre de 1810, Mariano Moreno creó la primera biblioteca pública de nuestro país; en tanto, la Biblioteca Central –actualmente llamada Ernesto Sábato–, sita en calle 47 N° 510 de nuestra ciudad, fue creada durante la primera etapa del peronismo por el gobernador Domingo Mercante con el fin de organizar los servicios que ofrecían las bibliotecas de la Provincia de Buenos Aires.

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