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El poeta que salvó a una ciudad

Alejandría es una ciudad devastada por el tiempo y las guerras. Los versos de un poeta le devolvieron su esplendor perdido.

Hoy en día, Alejandría no es de los sitios más recomendables para conocer Egipto. Las agencias de viaje priorizan invertir los días allí visitando El Cairo y Luxor. Como si Alejandría fuera de esos lugares que siempre conocieron tiempos mejores. Tuvo su famoso faro pero se derrumbó. Tuvo una muy célebre biblioteca pero se quemó. Fue invadida y desechada por todos los conquistadores de turno. Estuvo a punto de ser ex ciudad infinidad de veces pero, aun así, siguió siendo hasta 1950 el puente entre Europa y Oriente, un nexo entre el pasado y el presente.

En el año 331 a.C., tras conquistar Egipto, Alejandro Magno fundó Alejandría, la gran metrópoli que se convertiría en capital de Egipto y junto a la que se desarrollaron otros dos ricos núcleos comerciales y de recreo: las ciudades de Tonis-Heraclion y Canope. Sin embargo, unos siglos después, a consecuencia de una combinación de catástrofes naturales y movimientos de la tierra y el mar, aquel mundo espléndido y bullicioso se hundió para siempre en las aguas del Mediterráneo. Parte de Alejandría fue engullida por el mar, mientras que las antaño dinámicas Heraclion y Canope quedaron reducidas a un simple recuerdo literario: el testimonio que dejaron de ellas los autores de la Antigüedad.

En Alejandría supo haber más judíos que en Jerusalem y más griegos que en Atenas. En su formidable “Cuarteto de Alejandría”, Lawrence Durrell afirma que esa insularidad redundaba en una fiebre que padecían sin excepción todos los que vivían allí: “Como la tierra a las plantas, la ciudad precipitaba en nosotros conflictos que eran de ella y que nosotros erróneamente creíamos que eran nuestros”.

Alejandría, Tonis-Heraclion, Canope y otras ciudades egipcias de la costa mediterránea comenzaron su declive después de un primer terremoto seguido de un maremoto en el año 365 d.C. Durante los siglos VI y VII, otros temblores provocaron la desaparición de Canope y el sumergimiento de los muelles y espolones del gran puerto de Alejandría y de las ruinas de Heraclion, prácticamente abandonada desde hacía tiempo. Desgraciadamente, buena parte de la ciudad antigua se esconde bajo las aguas, como la zona de palacio, con centro en un pequeño puerto a los pies del cabo Loquias. Las prospecciones han desvelado la estructura del Portus Magnus, el puerto principal de Alejandría, que con el tiempo se ha convertido casi en una bahía por los muelles que lo cercan y por los sedimentos acumulados en el Heptastadion, el paso elevado que unía la ciudad con la isla de Faro.

Sin embargo, quien se aventure en el Hotel Le Metropol, en la Ciudad Vieja, apoyando la mano en la noble madera de su baranda, estará repitiendo el gesto que hizo todas las mañanas durante treinta años el célebre poeta alejandrino Konstantinos Kavafis. Cuando su obra conocida constaba solo de quince poemas en letras de molde, sin publicar un libro y sin que su nombre apareciera una sola vez en los diarios, empezó a correr la voz en el ancho mundo mediterráneo que había en Alejandría un poeta como ningún otro, alguien que hablaba del pasado como si estuviera ocurriendo, alguien que podía convertir Alejandría en Itaca o Babilonia”.

“Es un maestro en la presentación de una escena, de un sentimiento intenso, o de una idea (con frecuencia irónica), en versos directos y sin ornamento”, escribió W.H. Auden sobre Kavafis Por su parte, Ezra Pound sostenía que Kavafis fue en realidad un poeta del futuro. Lo cierto es que pasó a la posteridad como sinónimo de Alejandría. “Ahí arriba vive el más grande poeta de los últimos dos mil años”, murmuraba la gente al pasar por la puerta de la calle Lepsius, en los años 30. Ya era parte del paisaje de Alejandría: con su sombrero de paja, el infaltable cigarrillo en una mano y el komboloi de ámbar entre los dedos de la otra. Falleció en 1933 de un cáncer de laringe que lo dejó sin voz en sus últimos tiempos.

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