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La mucama que reveló los secretos de un gran escritor

Celeste Albaret fue la asistenta doméstica de Marcel Proust, y tal como lo reconoció el escritor, la persona que más en profundidad lo conoció.

Los escritores, filósofos e historiadores de la literatura más reverenciados del mundo aunaron esfuerzos al estudio de aquel volcán universal que es En busca del tiempo perdido de Marcel Proust (cuyo primer tomo el autor debió pagar de su bolsillo porque nadie se lo quería publicar). Él mismo se defendía afirmando que a veces estamos demasiado dispuestos a creer que el presente es el único estado posible de las cosas. Lo cierto es que pocas personas lo conocieron tan bien como Celeste Albaret: la mucama, valet, ama de llaves y confidente de aquel hombre que un día se encerró en su dormitorio- luego de tapizar de corcho paredes y techo, poner vidrios triples en las ventanas y cerrar para siempre las cortinas a la luz del día- para escribir en la cama, durante ocho largos años, las tres mil páginas de su obra magna.

Nadie sale indemne de su obra, todo lector se siente tocado en algún punto, identificado, con el niño sobreprotegido, el amante celoso o el enamorado en el éxtasis de la posesión. Proust revolucionó la novela de costumbres para construir una ciudad, París; una clase social, la burguesía de la época; y un mundo donde lo real es fantasmático. Lo cierto es que, en la construcción de ese universo majestuoso, el panorama era bien distinto: una sola persona para servir a una sola persona, en una casa donde no se usaba la cocina (Proust sólo bebía dos tazones de café con leche al día; la comida se pedía al Ritz y se le servía en la cama, y la mayoría de las veces a Monsieur le bastaba con mirar el plato para recordar el sabor y darse por satisfecho), ni se usaban los salones- atiborrados de muebles heredados-, ni se recibían visitas salvo de a una, y de duración telegráfica. Y, sin embargo, Celeste no tuvo un minuto de respiro desde que, a los veintidós, recién llegada del campo, quedó providencialmente a cargo de Proust cuando la guerra del ’14 lo dejó sin servidumbre, hasta que lo vio morir ocho años después

La única manera de levantarse temprano que conocía Marcel Proust era seguir de largo la noche anterior, y ni su temperamento ni su condición física lo predisponían a semejante actividad. Además de evitar que se filtrara la menor corriente de aire, brizna de polvo o germen en la recámara de su asmático señor, Celeste era la encargada de entregar en mano cada carta que él escribió en esos ocho años: Proust no creía en el teléfono, prefería que Celeste fuese su correo, sólo a ella podía mandarla indistintamente a palacetes de condesas y prostíbulos para hombres, y leerle después en voz alta las confidencias recibidas, y explicarle cómo le servían para su libro, así como podía tenerla parada desde las cuatro hasta las nueve de la mañana a los pies de la cama desde donde él le contaba cada detalle de la velada nocturna a la que acababa de asistir.

El asma fue el vórtice de la vida de Marcel Proust: afectó todas sus relaciones y con los años fue convirtiéndose en una cárcel. En una época en que aún no existían los corticoides, el asma era una enfermedad delicada y grave. El relato “en vivo” de sus últimos años fue contado por la propia Celeste. Las amistades de Proust creyeron al principio que se encerraba porque se había quedado sin dinero: nadie lo creía gravemente enfermo, nadie creía que estuviera dedicando el tiempo que le quedaba a sacar de sus entrañas semejante libro. “Usted es la única que me conoce de verdad, Celeste”, le confesó Marcel Proust a su asistenta.

Se afirma que, al momento de su muerte, él clavó sus ojos en ella, que estaba a los pies de la cama, durante cinco eternos minutos, hasta que el profesor Robert Proust, hermano del moribundo, le susurró al oído: “Se nos ha ido, Celeste”.

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