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La secta criminal que creó un imperio

Fue en el siglo XI, en Persia, donde tuvo su trono una dinastía que se extendió por todo el Medio Oriente y de cuyo nombre deriva la palabra asesino: hashishin

Se afirma que Hassan ibn Sabbah y su secta de asesinos crearon un fastuoso imperio del terror que se extendía del mar Caspio a Egipto. Hacia el año 1092, dos hombres a caballo se encuentran en los terraplenes de una fortaleza inexpugnable conocida como Alamut, que se erige majestuosa sobre los picos de las montañas de Persia. Uno de los hombres, el que va más lujosamente vestido, es el emisario personal del Sha de Persia. El otro, a pesar de ir vestido solamente con una túnica blanca desteñida, es, sin embargo, alguien mucho más poderoso. El emisario se encuentra comprensiblemente inquieto, porque desconoce la razón por la cual su anfitrión lo condujo a las afueras del castillo. Tras unos momentos de tenso silencio, el señor del castillo se dirige finalmente a su huésped: “¿Ve usted al centinela que se encuentra sobre aquel torreón?”. El centinela, uno de los fieros guerreros que había cimentado el poder de la secta, era una estatua imperturbable cuya figura se recortaba entre las almenas. Sabbah dio un silbido para llamar la atención del soldado y luego una escueta señal con la mano. No hizo falta más indicación. El soldado saludó marcialmente a su líder, dejó caer la lanza y luego se precipitó en una caída de centenares de metros hasta ser tragado por los abismos que rodeaban la fortaleza.

Hassan dio a su boquiabierto visitante unos segundos para que asimilara lo que había visto y finalmente dijo: “Tengo setenta mil hombres y mujeres emplazados a lo largo de Asia y cada uno de ellos está dispuesto a hacer por mí lo que acaba de ver. ¿Acaso puede su amo, Malik Sha, decir lo mismo? ¡Y él se atreve a exigir que le rinda pleitesía! Esta es mi respuesta: márchese”. Esta escena, digna de una producción hollywoodense, pero que figura en los registros históricos, es una de las más extraordinarias de todos los tiempos.

Hassan ibn Sabbah nació en Persia —la actual Irán—, en el seno de una familia acaudalada de origen yeminí. De niño, el hombre que sería años más tarde considerado como la encarnación de Dios en la Tierra, era un diligente estudiante de teología. La posición económica de su familia favoreció el que disfrutara de una educación privilegiada. En su juventud, Hassan viajó a Egipto y allí fue donde abrazó la doctrina shiíta: aprendió a cuestionar el dogma islámico y comprendió que el mundo se transforma mediante acciones, llegando a la conclusión de que las creencias son distracciones utilizadas para esclavizar a las masas. Sin descuidar su fervor religioso, fue convirtiéndose en un hombre pragmático, lo que sería fundamental para más adelante estructurar como patrón la organización de sus seguidores: los hashishins. Hay coincidencia entre los historiadores sobre que la palabra “asesino” deriva del nombre de esa secta y que, por su tendencia a consumir una sustancia derivada del cannabis, dieron nombre a ese producto: hachís.

Para dimensionar mejor el éxito de los hashishins hay que asumir que el asesinato político era una práctica muy extendida en el islam ya antes de la llegada de ibn Sabbah. El mundo musulmán en la Edad Media era un entorno confuso en el que la autoridad siempre pasaba a manos de aquellos que tenían la voluntad y la osadía necesarias para tomarlas y retenerla mediante la violencia o la astucia. Los derechos hereditarios pesaban tanto como las espadas al servicio de los pretendientes al trono y más de un gran imperio se desmoronó a raíz de estas luchas intestinas.

La orden hashishin se basó en una estructura administrativa que, a juzgar por los resultados obtenidos, resultó ser tremendamente eficaz. En la cima de la jerarquía estaba Hassan. Debajo de él, estaban los priores magníficos —místicos y clérigos que daban sustento espiritual al grupo—, los propagandistas —encargados de predicar la palabra de Sabbah por todo el orbe musulmán y reclutar nuevos adeptos a la causa— y finalmente los fidai, que eran el escalafón más bajo dentro de los hashishins, aunque en modo alguno menos importantes; tenían un voto de obediencia absoluta y una convicción fanática que los mantenía dispuestos a llevar a cabo cualquier tipo de atrocidad.

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