Lola Mora, la primera escultora argentina
Una mujer que luchó contra los prejuicios de su época y legó una obra artística que se encuentra dispersa en distintos lugares del país y sigue despertando admiración.
Pese a ser una figura menospreciada por la historia oficial, el nombre de Dolores “Lola” Mora está en muchos rincones del país, y en todos es destello. Tucumán y Salta aún se disputan su lugar de nacimiento, y aunque se dude también de su fecha, Pablo Mariano Solá, sobrino bisnieto y biógrafo, afirma que Dolores Candelaria Mora Vega nació el 17 de abril de 1867 en la provincia de Tucumán, fue bautizada en la localidad salteña de El Tala, y por disposición de sus padres, que nunca pertenecieron a las grandes familias estancieras del Norte argentino y conservaban un modesto nivel de vida, se mudaron al Jardín de la República.
En San Miguel de Tucumán la pequeña Lola comenzó sus estudios primarios en el Colegio Sarmiento, y su vocación de artista afloró temprano, destacándose en materias como dibujo y piano.
Sus padres se habían casado el 16 de marzo de 1859 en la parroquia de San Joaquín de las Trancas. Lola fue la tercera de siete hermanos: tres varones y cuatro mujeres. Tuvo una infancia feliz en una atmósfera de tejidas ilusiones que de golpe se desmoronaría como alcanzada por un piedrazo: a los 18 años sus padres fallecieron con una diferencia de dos días. Ella por neumonía, y él por un ataque al corazón. A partir de ese momento, Lola quedó bajo el cuidado del marido de su hermana mayor.
Dos años después de la tragedia, llegó a Tucumán el pintor Santiago Falcucci. Este italiano traía la llave de un mundo en el que Lola se quedó para siempre. Ella estudiaba pintura y dibujo con una avidez infinita. Dominó minuciosamente las técnicas que venían del neoclasicismo y el romanticismo europeos. A partir de ahí hizo algo desconcertante para una mujer de la época: comenzó a retratar a distintas personalidades de la alta cuna tucumana. Así fue trabando relación con el reducido círculo de poder de aquella provincia, y los diversos encargos del gobierno de turno no se hicieron esperar.
En 1894 organizó su primera exhibición a raíz de la inmensa colección de retratos de los gobernantes tucumanos que había realizado hasta ese momento. La muestra recibió muy buenas críticas y de alguna manera la puso en el mapa del escenario pictórico como una destacada artista. Más tarde, donó esta misma colección íntegramente a esa provincia del Norte. Su maestro Falcucci expresó una vez: “Era la copia de una fotografía, pero tenía todo de propio, de individual en la factura”.
Al año siguiente, viajó a Buenos Aires para solicitar una beca y perfeccionar sus estudios en Roma. Allí estudió dibujo con Franceso Paolo Michetti, y conocería al escultor Giulio Monteverde, considerado el nuevo Miguel Ángel de la época, y cambió definitivamente el dibujo por la escultura. Regresó a principios de siglo e inicialmente consiguió algún apoyo en esferas oficiales. Por entonces, se le atribuyó un romance con el presidente de la Nación, el general Julio A. Roca, quien concurría asiduamente al estudio que la artista tenía en Congreso para deleitarse con otra faceta de Lola: tocar en el piano desde Beethoven hasta una canción folklórica norteña.
En 1903 culminó una de sus principales esculturas, en mármol de Carrara, denominada en principio “El nacimiento de Venus” y luego “Fuente de las Nereidas”, nombre con el cual se conoce en la actualidad. Fue su época de máximo esplendor, vivía en un palacio y hasta la visitaban reinas y príncipes. Sin embargo, la inauguración de esta obra escultórica en pleno centro de la ciudad –Leandro Alem y Cangallo, hoy Perón–, que debió llevarla al cenit de su fama, la hundió en la desesperación y el aislamiento; los desnudos femeninos y masculinos de la fuente provocaron la reacción desmesurada de toda la paquetería porteña que se sentía afrentada. Lola Mora respondió en una carta: “No pretendo descender al terreno de la polémica; tampoco intento entrar en discusión con ese enemigo invisible y poderoso que es la maledicencia. Pero lamento profundamente que el espíritu de cierta gente, la impureza y el sensualismo hayan primado sobre el placer estético de contemplar un desnudo humano, la más maravillosa arquitectura que haya podido crear Dios”.
El ocaso
El ocaso de su carrera artística llegó luego de su divorcio, en 1917. A partir de la ruptura, ya casi nadie le ofreció encargos ni trabajos. A los 65 años, con una salud muy frágil, vivía con sus sobrinas. La Cámara de Diputados, por su parte, le otorgó una pensión en honor a sus años de gloria. Sin embargo, Lola Mora murió el 7 de junio de 1936, antes de cobrar ese dinero.