Cultura

Roberto Arlt y la ciudad de La Plata

El autor de Los siete locos y El juguete rabioso soñaba con vivir en la ciudad de las diagonales. Así lo dejó escrito en una de sus aguafuertes.

Fue una tarde de octubre de 1928 que Roberto Arlt pasó un día entero en la ciudad de La Plata. El escritor caminó mucho, por el centro, por el Bosque... Sentado en un café, empezó a escribir un aguafuerte sobre nuestra ciudad, que terminaría de escribir al día siguiente en la redacción del diario El Mundo.

“Cada vez que a un vago amigo le he preguntado dónde trabaja, me contestó: Tengo un empleo en La Plata. Y tan frecuentemente he recibido esta contestación que llegué a formarme la idea de que la benemérita ciudad de La Plata era algo así como el vaciadero de toda la atorrancia porteña, el paraíso de los fiacunes que necesitan justificar un medio de vida. Ayer, después de arduas cavilaciones, resolví hacer un paseo hasta la ciudad ignota y desconocida”.

Así comienza la nota que da cuenta de su visita a nuestra ciudad. Viajó acompañado por un amigo, un tal Tigero. No los estaba esperando nadie: “Como es natural, en la estación no me esperaba ni una banda de música ni una comisión de vecinos distinguidos, por lo que pude inspeccionar la ciudad a mi antojo y sabor, es decir, darme cuenta con mis propios ojos de lo que, sin tratar de parecerme a los viajeros distinguidos, llamaré magnífica ciudad. Y lo es sin vueltas”.

Su crónica es un despliegue de elogios, oscila entre llamarla “la preferida de Dios”, “la elegida del Señor” o “el refugio de la Sulamita”, pero finalmente prefiere “el jardín de la fiaca”. Se pregunta: “¿Cómo iniciaré el elogio de esta ciudad magnífica, amplia, limpia, arbolada, soleada, asfaltada, sin mujeres feas, con edificios maravillosos, con tranvías que paran en mitad de la calle, con agentes del bien que podrían ser caballeros y que lo son por los modales? ¿Cómo elogiaré esta maravillosa ciudad de cafés con mozos cordiales, con gente que camina sin ­apuros, con comerciantes que se recrean leyendo los letreros de sus comercios, con plazas sin atorrantes, con calles sin ómnibus, autos colectivos –¡gracias al diablo!–, con árboles por donde se mire y con mujeres tan lindas que se piensa que a las feas las tienen secuestradas bajo siete candados para que no estropeen la armonía de ese paisaje que lo constituye el todo y las partes de ese inefable ­paraíso de silencio?”.

Encuentra en La Plata ese bien que ya empezaba a escasear alarmantemente en Buenos Aires: el silencio. Se siente instintivamente platense porque identifica a la ciudad como “el paraíso de los vagos”. No hay la menor ironía en la expresión, es una declaración de amor. Dice que es el contraveneno para la prisa sin objeto de los habitantes de las grandes ciudades, es “el templo de los enfermos de actividad, el gran específico para los neurasténicos, la tabla de salvación de los esquenunes. La Plata es la tierra de la promisión de todos los que sueñan con una vida de espaldas al sol”.

Llegó creyendo que iba a encontrarse con muchos estudiantes universitarios, pero mayormente vio gente que en los cafés hacían rueda desde temprano, como si su ocupación fuera balconear la vida, y a los pájaros que picotean sus sombras en las veredas.
Contrasta la cordialidad del platense con “la grosería porteña”, encomia al boletero del tranvía y al ­motorman: “¿De dónde ha sacado la compañía de tranvías de La Plata personal tan adecuado? Yo no lo sé ni puedo explicármelo. ¡Si casi le piden disculpas a uno por cobrarle el boleto! El tranvía para a mitad de cuadra, para dejar subir a una anciana que desde la distancia se agita como semáforo. Yo miro en rededor y un caballero anciano también, de barbas plateadas, me dice, con un orgullo me explicó ampliamente: –Aquí, señor, no han podido prosperar los ómnibus. –Ni prosperarán –dice otro que parece ser un ave negra cordial y espontánea. Yo me agarro la cabeza. ¿Será posible encontrar gente tan civilizada, tan culta, a sesenta minutos de la Capital?”.

Alaba la limpieza que prima en todas partes y las escenas que sorprende en su recorrida: “Los comerciantes estudian astronomía desde sus mostradores. Otros se pasean con las manos atrás, frente a los letreros de sus tiendas, y miran a los letreros como si los letreros tuvieran santas leyendas. El sol cae abundante y beneficioso sobre sus amplias espaldas. El silencio llueve sobre las plazas adornadas como para un día de fiesta. No se ven atorrantes ni para remedio”.

Cierra la nota diciendo que si algún día ganaba la lotería, se vendría a vivir a La Plata: “Mi espíritu se regocijaría ante el panorama que contemplarían mis ojos, y estos estarían de garufa corrida, pues, cuando no mirasen el cielo, que es lindo y azul, mirarían a las mujeres, ¡que son más lindas todavía!”.

 

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