Cultura

La literatura entre las cuerdas

Las relaciones entre la ficción literaria y el boxeo han tenido muchos y muy fructíferos rounds que vale la pena recordar.

Rastrear en el tiempo la celebración literaria del boxeo nos llevaría muy lejos. Píndaro, príncipe de los poetas líricos de la Grecia Antigua, escribió: “Poco dura el placer del que feliz combate si, antes de que lo borre el tiempo, un gran poeta no lo hace inmortal... Oh, Agesidano insigne, hoy te coronan y mi flauta y mi cítara te cantan un cántico triunfal”. No lo escribió dedicado a un general ni a un rey victorioso, sino a un púgil.

Pese a que lo consideraba un deporte obsceno, repudiable y arcaico, Osvaldo Soriano decía que “el boxeo es el más excitante y literario de todos los deportes”. Seguramente pensaba algo parecido Jack London, autor de Colmillo blanco y El llamado de la selva, cuando escribió Knock out, tres historias de boxeo, y es que este escritor aventurero –buscador de oro, cazador de focas en el Ártico, marinero– caminaba siempre al filo del riesgo, por lo cual no era extraño que sintiera afición por ese deporte. En Por un bistec cuenta la historia de un boxeador en decadencia, que pelea para poder comer, de vez en cuando, un churrasco. El mexicano es la historia de un púgil que termina sumándose a las filas de la Revolución. Y El combate es contado por una mujer que no comprende la irracionalidad de ese deporte cuya razón de ser es la ­destrucción del adversario. Pero quizá su mayor obra sobre el boxeo sea El combate del siglo, una narración que nació cuando fue enviado por el New York Herald para cubrir, en 1910, la pelea entre Jim Jeffries, la gran esperanza blanca, y el entonces campeón mundial de peso pesado, el negro Jack Johnson. El relato desnuda, una por una, todas las capas de significado que tenía ese enfrentamiento, esa batalla de manos enguantadas, y lo que significaba que el rival permaneciera diez segundos consecutivos en el suelo.

Muchos escritores hicieron una analogía entre el boxeo y el arte de escribir. Roberto Arlt sostenía que “la gramática se parece mucho al boxeo”: no alcanza con el dominio de las reglas, hay que ir más allá de ellas, porque el que gana es el que “saca golpes de todos los ­ángulos” y confía en la fuerza insensata de su voluntad. Para Joyce Carol Oates, una escritora que reflexionó agudamente sobre el tema en el ensayo Del boxeo, sostiene que el parecido entre ambas disciplinas se da no en la soledad del cuadrilátero, sino en el momen­to previo del entrenamiento. El boxeador y el escritor, dice, dedican horas de sacrificio y disciplina para un solo momento: el de la exhibición en público, cuando el “aquí y ahora no son sino parte de la construcción del allí y entonces”. Ese es el núcleo del cuento Cincuenta de los grandes, de Ernest Hemingway, un escritor que supo subir al ring y le enseñaba a boxear a Ezra Pound, a cambio de lecciones sobre literatura.

Pero, más allá de las similitudes entre escritores y boxeadores, hay diferencias. Las obvias, claro, pero también las sutiles, como la que marca el novelista norteamericano Norman Mailer sobre la distinta naturaleza del ego de los boxeadores y el de los escritores: “Los primeros viven experiencias en el ring que a veces resultan grandiosas, incomunicables, solo comprensibles para otros boxeadores que han alcanzado un nivel similar o para mujeres que han tenido que vivir cada minuto de un angustioso parto: experiencias que son, en último término, misteriosas”.

Oates dice que literatura y boxeo tienen un territorio incanjea­blemente propio y se puede hacerse una analogía entre ambas prácticas, por la sencilla razón de que son iguales a la vida “en muchos e incómodos sentidos”. Así lo vio Julio Cortázar en su célebre cuento Torito, escrito “entre mate y mate” una tarde de lluvia de 1952. Es el relato de los últimos días de Justo Suárez, el monólogo final del primer fenómeno popular del box, criado en la pobreza, peleador callejero, que salió de Mataderos, llegó a Nueva York y murió de tuberculosis, en Córdoba, a los 80 años.

Ricardo Piglia solía ir a las peleas, y de joven iba a los gimnasios fantaseando con boxear. Admiraba en los pugilistas la capacidad de soportar el sufrimiento y seguir adelante: ser derrotado –es muy difícil que algún gran ídolo del boxeo haya llegado invicto– y volver a intentarlo las veces que sea necesario. Admiraba a los que caminan por el cuadrilátero para mantener separación, los que tienen la elegancia para salir pegando y de hacer juego de cintura sin dejar de lado la “corta distancia” .

El padre de Abelardo Castillo era entrenador, y él mismo, subió diez veces a un ring y nunca perdió. Escribió varios textos periodísticos sobre Nicolino Locche y Negro Ortega, un cuento casi borgeano en el que se mezclan diferentes discursos: la voz de un relator deportivo, los pasajes bíblicos y la voz interior del boxeador.

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