Cultura

Un misterio llamado Sylvia Plath

Vivió solo 30 años, que le bastaron para convertirse en una de las voces más deslumbrantes de la poesía norteamericana. Una mente brillante, aunque también frágil e insegura.

Qué puede llevar a una mujer a entrar a la habitación de sus hijos, dejar dos tazas de leche y un platito con pan y manteca, encerrarse luego en la cocina, sellar la puerta y ventana con toallas mojadas, abrir la llave de gas y poner la cabeza dentro del horno? La respuesta a esa pregunta –si es que existe– se la llevó consigo Sylvia Plath el 11 de febrero de 1963.

Nació en la ciudad de Boston, Massachusetts, el 27 de octubre de 1932, hija de dos maestros: Otto Emil Plath, profesor universitario de Alemán y Biología en la Universidad de Boston, y Aurelia Schober, profesora de Inglés y Alemán. Desde niña, fue una mente brillante, aunque también frágil e insegura. Regida por una estricta educación y por la severa influencia de su padre, se destacó siempre en los estudios y publicó su primer poema cuando tenía solamente ocho años, en una revista literaria de su ciudad.

Su vida es material para una novela excepcionalmente triste, cuyo desenlace está marcado por sus últimos días, cuando una crisis emocional desencadenada por la separación de su pareja la llevó a vivir sola con sus hijos, a escribir una colección de poemas que la hizo célebre (Ariel) y, finalmente, ­suicidarse.

En junio de 1956, Sylvia Plath se casó con el también poeta Ted Hughes. Durante el matrimonio, escribió la novela La campana de cristal, publicada bajo el seudónimo de Victoria Lucas, para no herir las susceptibilidades de las personas reales en las que basó sus personajes. Al poco tiempo de casarse, Hughes comenzó un amorío con la también poeta Assia Wevill, con quien tuvo una hija extramatrimonial, Shura. Sylvia se despeñó sin remedio en la depresión. De esa época data una prolífica colección de diarios y cartas que reflejaban a una mujer mordaz, angustiada y brillante, como un árbol que sobrevivió entre las ruinas. Esos documentos se volvieron un botín de guerra codiciado por sus biógrafos y admiradores, y oculto por su exmarido, quien deseó eliminar o ­preservar la mayoría de los escritos privados. Sin embargo, pocos meses antes de morir, a comienzos de 1998, Hughes decidió publicar algunos de esos textos que, recortados o no, contienen pasajes de una intimidad pavorosa.

El poeta británico, cuyo affaire supuso la ruptura definitiva de la pareja, sabía mejor que nadie que siempre había sido el blanco en el que se proyectaron las peores sospechas: “Yo nunca he intentado ofrecer mi versión de Sylvia, porque desde el primer día vi con toda claridad que soy la única persona de este asunto a la que pueden creer todos los que necesitan encontrarme culpable”. La tragedia siguió acompañando a Ted Hughes aun después de muerta Sylvia Plath: Assia Wevill asesinó a su propia hija y también se suicidó.

Siempre dispuesta a no caer en los lugares comunes, Sylvia Plath alguna vez expresó: “Jamás podría ser una escritora estrecha de miras e introvertida, como ­tantos, pues lo que escribo está absolutamente ligado a mi vida”.

Leer sus poemas es encontrarse los ecos de las cosas perdidas, la tristeza reflejada con la cruel sinceridad de los espejos. El dolor la había acostumbrado tanto a morir que ya creía dominar la muerte como un arte: “Morir / Es un arte, como todo / Yo lo hago excepcionalmente bien / Tan bien que parece un infierno”.

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