cultura

Un mito que no ha dejado de cantar

A 87 años de su muerte, Carlos Gardel sigue siendo uno de los mayores símbolos de nuestra cultura que, a diferencia de su tango, siempre vuelve con la frente en alto.

Volver / con la frente marchita / las nieves del tiempo platearon mi sien. / Sentir que es un soplo la vida...”, cantaba Carlos Gardel en su tango Volver de 1935, sostenido en la pasarela de un barco, bajo el burlón mirar de las estrellas, pero feliz de regresar a su hogar. Al fin y al cabo, no es más que la escenificación de un tango viejo y sensiblero que aún acompaña a todos los argentinos que se pierden por el mundo. Como si aquella música hablara de la miseria de la que estuviera hecha un pueblo a la vez vigoroso y sufrido, pero que no se resigna. Tanto que la canción concluye con amargura “que veinte años no es nada”.

A propósito de su movimiento armónico y suave, Enrique Santos Discépolo definió al tango como “un pensamiento triste que se baila”. Siempre la canción porteña evocó la ausencia: de la mujer amada, de la patria, de los amigos que ya no están. Su melodía solemne encierra gente triste y solitaria, dejada a la mano de Dios. En otras palabras, las vivencias del inmigrante y el marginado. Pronto las radios populares hicieron fortuna con los clásicos de Roberto Goyeneche, Edmundo Rivero y Francisco Fiorentino. Y los choferes de colectivo deslizaron la foto de Gardel junto a la de su mujer y los hijos, al lado de la estampita de alguna Virgen.

La leyenda afirma que esta música cómplice de ladrones y poetas nació en los prostíbulos de La Boca durante las primeras décadas de 1800. En las clases populares se mezclaban los inmigrantes europeos, los descendientes de esclavos africanos y los pueblos criollos. Allí nació una amalgama de costumbres y rituales rioplatenses que devino en una identidad cultural inconfundible y expresada a través del tango. Durante largos años, esa música que se bailaba en el patio de los burdeles, con una danza procaz, no trascendió de los suburbios. Entonces llegó del barrio de Abasto “El Zorzal”( bautizado así por la frescura de su voz) y arrancó al tango de sus orígenes canallas.

Según su partida de nacimiento, Charles Romuald Gardès nació en Toulouse, Francia, de madre soltera, y cultivó, a lo largo de su carrera, el misterio de su vida privada. Se sabe que estudió en el Colegio Salesiano Pío IX de Buenos Aires, y que tuvo como compañero de escuela a Ceferino Namuncurá. Pasó la infancia en un conventillo del barrio San Nicolás. Con sus primeros ingresos como cantor compró un departamento en la avenida Corrientes en el que vivió con su madre, Berta Gardès. Sus colegas decían que era un hombre de gestos grandes, pero no ampulosos. A muy temprana edad, trabajó como tramoyista en el Teatro de la Victoria, y luego pasó al Teatro de la Ópera, donde conoció a numerosos artistas. En 1911 surgió el dúo artístico con José Razzano. A partir de allí, grabaría sus primeros discos y películas. Fue el primer argentino del siglo XX en trascender a niveles pocos comunes en España, Francia y Estados Unidos.

Su irrefrenable éxito se quebró el 24 de junio de 1935 en un accidente aéreo en Colombia. Unos días antes había brindado un recital en los estudios de la emisora radial La Voz de Victor, de Bogotá; el público había colmado el recinto y las inmediaciones de la plaza Bolívar, donde se habían dispuesto altoparlantes. El día de su muerte empezó una de las más imaginativas leyendas de la historia argentina. A propósito de la manera en que el Morocho del Abasto había calado en la sensibilidad popular, el escritor Osvaldo Soriano contó alguna vez que cuando le preguntó a un longevo fotógrafo cómo había sido Gardel, este le respondió: “Mire, lo vi una vez y no cruzamos palabra. Yo estaba en un café con unos amigos, a la madrugada, y lo vi entrar. Venía como iluminado. Todo el bar se quedó en silencio, o eso me pareció, y él se llevó la mano al sombrero y con una sola inclinación de cabeza todo el mundo se dio por saludado al mismo tiempo”.

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