Vida sexual de Robinson Crusoe

En los años 60, Dalmiro Sáenz y Carlos Marcucci escribieron juntos una obra teatral que no solo llegó al podio de los best sellers, sino que se convirtió en una de las piezas más representadas en nuestro país.

El humor es la única manera posible de ser profundamente serio. Esa es la mayor enseñanza que dejaron tanto Carlos Marcucci como Dalmiro Sáenz. El primero nació en Rosario el 27 de marzo de 1932 y fue escritor, periodista, músico, docente, guionista y publicista político. A su sombra se formaron figuras de la talla de Jorge Guinzburg, Alejandro Dolina y Carlos Trillo. Por su parte, Dalmiro Sáenz fue uno de los narradores argentinos favoritos de escritores como Rodolfo Walsh y Gabriel García Márquez, quien confesó en un texto que Cabo Manila estaba entre los mejores cuentos que había leído en su vida.

“Mirá, yo te admiro mucho, Dalmiro, ¿podemos ser amigos?”, propuso Marcucci. Ambos tenían el don innato de la narración y una inventiva inacabable. En 1968 escribieron juntos una obra de teatro que se llamó Vida sexual de Robinson Crusoe. En esa época, tanto Marcucci como Sáenz atravesaban serias dificultades económicas: escaseaba el trabajo y, aunque habían tenido algunos éxitos, no alcanzaba para vivir de lo que los apasionaba. Un día en que el hartazgo se apoderó de Marcucci, surgió la propuesta de escribir una obra de teatro. Trasnocharon durante una semana; se divertían tanto que los chistes brotaban uno tras otro, como un manantial inagotable de recursos. La premisa era muy básica: un hombre que iba a casarse con una chica, que hablaba todo al revés y se le entendía todo al derecho.

Fue el libro más vendido del año junto al Manual de zonceras argentinas, de Arturo Jauretche, y Cien años de soledad. Siempre se preguntaron el porqué de semejante éxito. Un día reestrenaron la obra en un teatro de Santa Fe y Pueyrredón, cerca de la casa de Marcucci, y decidieron ir a verla. En un momento dado, tras un parlamento hacia la mitad del espectáculo, una muchacha sacó una hojita borroneada y la leyó. Entonces, se dieron cuenta de que la obra era hecha por todos los alumnos que se recibían de las escuelas de teatro, porque tenía poco parlamento para recordar. “Fue una cosa insólita ese libro, porque era una pieza de teatro que duraba 60 minutos, pero que tenía una cantidad de virtudes que atraían al público”, recordaría Marcucci años más tarde. En una de sus entradas, aparece un hombre al lado de una mujer. De pronto, le susurra: “María, tengo algo que decirte”. “¿Qué?”, le responde ella. “Algo que, por esas cosas que tiene la vida, nunca te dije”. “¿Qué?”, insiste la mujer. “Bueno, es algo que no me animaba”. “¿Qué?”. “No sé cómo decírtelo, María... Eres completamente sorda”.

Algunos años después, ambos escritores hicieron juntos un programa televisivo en Canal 2, que a causa de la sospechada ausencia de espectadores bautizaron Telenada: “No sabíamos hacer televisión, pero había que ganarse el mango para vivir”, explicó Marcucci. “Lo grabábamos en los antiguos estudios de Argentina Sono Film, que tenía instalaciones similares a un parque de diversiones, incluso un barco. Entonces, jugábamos con lo que había. Iba siempre a la noche el programa”, rememoró. Entre otras delirantes transmisiones de aquel programa, Dalmiro Sáenz solía aparecer en escena subido a un bote, acercándose al barco, mientras ­Marcucci lo esperaba para arrojarle un balde de agua.

Dos outsiders que se admiraban recíprocamente, amigos y cómplices de aventuras non sanctas, empedernidos soñadores de lo imposible, cuyas vidas cambiaron radicalmente desde el día en que se conocieron. Aún hoy, sobre la hierba crecida de la memoria, se repiten un mismo juramento: ser fieles a su recuerdo y a su ejemplo, y, sobre todo, rescatar la honda finura de su legado.

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