Sembrar odio, cosechar violencia

El intento de asesinato de la vicepresidenta Cristina Fernández es el resultado de una escalada de violencia simbólica que alcanzó su máxima expresión.

Hace pocos días, el abogado Manuel Ubeira lanzaba una advertencia que a la mayoría le habrá parecido exagerada: dijo que era posible que alguien intentara matar a la vicepresidenta Cristina Fernández.

No exageraba. Percibía las consecuencias de la escalada de violencia que se viene dando hace tiempo, fomentada por una derecha marcadamente antidemocrática y un sistema concentrado de medios de comunicación dedicados a alimentar los discursos de odio contra toda expresión que amenace sus intereses económicos.

Hay que remarcar esta noción de escalada. La violencia empieza primero, siempre, por lo verbal. Después se incorporan otras formas simbólicas. Y al final se pasa a los hechos.

Referirse a Cristina Fernández como “la yegua” o “la chorra” parece inofensivo; montarse en acusaciones incomprobables e inverosímiles como “se robaron un PBI” o “mataron a un fiscal”, quizás, apenas dañino; pero el discurso que se va construyendo así, amplificándose al ser tomado por los medios masivos, conduce más pronto que tarde al siguiente paso, el de los símbolos siniestros.

Hemos visto esos símbolos frente a la Casa Rosada. Bolsas mortuorias, horcas. Así, pulgada a pulgada, se iban construyendo las condiciones de posibilidad de hechos de violencia muy reales.

La represión de los militantes que se manifestaban en apoyo de Cristina, el sábado pasado, fue el paso previo a lo que ocurrió ayer.

Primero se ataca desde la palabra, después desde los símbolos; después, como si aún persistiera cierta timidez, se agrede físicamente a aquellos que están vinculados con el objetivo; finalmente, se apunta al objetivo mismo.

El objetivo es, siempre fue, Cristina Fernández de Kirchner.

Hay un conglomerado político y mediático que siempre lo ha tenido claro.

Por eso, cuando el diputado opositor Francisco Sánchez propuso la pena de muerte para la vicepresidenta, nadie se sorprendió demasiado.

Han venido sembrando el odio como una contraseña, como un hábito, como una forma de vida. Han avanzado un poco más cada vez, ampliando el círculo de lo pensable, de lo posible. Han hecho que lo que ocurrió ayer no nos resulte extraño.

El arma que portaba el agresor de Cristina, afortunadamente, no se disparó. Pero no podemos quedarnos tranquilos: el arma discursiva que han venido construyendo desde hace años sigue cargada.

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