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Cuando Charles Chaplin juntó a Marlon Brando y Sophia Loren

En su última película, el genial Carlitos reunió a dos de las mayores figuras del cine de todos los tiempos. Fue un encuentro histórico con muchos conflictos.

Después de diez años de inactividad, Chaplin volvía al cine. Las agencias noticiosas anunciaban: “A los 76 años Charles Chaplin escribirá, pondrá música, dirigirá y actuará en un filme en colores”. Quería contar una historia real, la de Moussia Sodskaya, una cantante y bailarina rusa que había quedado varada en Francia sin pasaporte. Chaplin la había conocido en los años 30, y no la había olvidado.

Marlon Brando firmó el contrato sin leer el libreto. Sophia Loren canceló todos sus compromisos para filmar con Chaplin. Ocurrió lo inevitable: las vanidades entrarían rápido en fricción. Las discusiones entre Brando y Loren menudeaban, lo que exasperaba a Chaplin: “¿Cuántas veces les tengo que decir que esta es una película de amor? ¡A-M-O-R!”. Ella se negó a ir al estreno londinense aduciendo que su inminente maternidad se lo impedía. Más tarde se supo que su ausencia se debió a que el actor de El padrino estaría allí.

Chaplin interpretó personalmente todos los personajes antes de empezar a rodar. No importaba que los papeles fueran masculinos o femeninos, jóvenes o viejos. Los hizo a todos, para mostrarles a los actores lo que esperaba de ellos. Sophia Loren se extasiaba: “Su poder de creación es increíble. Si quisiera, podría hacer toda la película él solo y prescindir de nosotros”. No solamente podía interpretar todos los papeles, sino también escribió el guion de la película, la dirigió y hasta compuso la banda de sonido, incluyendo la canción This is my song, que sería uno de los grandes éxitos del año en la voz de Petula Clark.

Marlon Brando guardaba los peores recuerdos de esa filmación: “Fue un desastre y, mientras la hacíamos, descubrí que Chaplin era quizás el hombre más sádico que jamás hubiera conocido. Era un tirano egoísta y un amarrete que nunca quería gastar un centavo, que acosaba a la gente cuando llegaba tarde y que los retaba sin la menor piedad para que trabajaran más rápido”. Todo lo cual no le impidió reconocer los quilates de Charles Chaplin: “Sigo considerándolo quizás el actor más grande que produjo el medio. Creo que nadie ha tenido nunca el talento que tuvo él”.

En 1952 le habían prohibido a Chaplin regresar a Estados Unidos, acusado de “traidor” y “comunista”, por algunas declaraciones que para el macartismo imperante estaban teñidas de un rojo subido. Ese mismo año el gobierno de Francia lo consagraba oficial de la Legión de Honor. Vivía en Veyev, Suiza. Un periodista le propuso ir al estreno de su obra en Nueva York, él le contestó: “Esperaré a que la estrenen en Londres y París. Después haré un paquete con todo eso, lo arrumbaré en algún rincón de mi memoria y me dedicaré a otra cosa...”. Recién volvería a los Estados Unidos en 1972, para recibir un Óscar honorífico por su trayectoria.

La condesa de Hong Kong tuvo éxito de público y fracaso de crítica. La sombra de Carlitos lo perseguía desde que en 1940 había dejado a ese vagabundo de galera y trémulo bastón, con saco demasiado chico y pantalón demasiado grande, que atravesaba las situaciones más calamitosas con la dignidad intacta. Todo lo que Chaplin hizo después era comparado con lo de entonces. Había creado un personaje que simbolizaba la libertad, pero se condenaba a su autor a no salir nunca de él: “Nunca le escribo la palabra fin a nada. Si tuviera la inspiración necesaria, volvería a hacer Carlitos”. Pero Chaplin no mentía ni se mentía, podría tener la inspiración pero ya no tendría la edad que exigía la plasticidad infinita de ese personaje volandero.

Cuando empezó a filmar la película, Charles Chaplin tenía 76; cuando la terminó, 78: “Puedo seguir haciendo películas por un rato largo. Siempre hago planes, miles de planes que sé que no voy a poder cumplir”.

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