Cultura

El encuentro cumbre entre Marilyn Monroe y Truman Capote

Ella ya era la diva que había pasmado con su belleza al mundo entero. Él, un escritor consagrado que quiso conocer de cerca los secretos de ese mito viviente.

Truman Capote conoció a Marilyn cuando ella estaba filmando Mientras la ciudad duerme. Los presentó el director, John Huston. Quedó muy impresionado con aquella mujer de pelo platinado. Inmediatamente se la presentó a Constance Collier, una figura crucial del teatro de Nueva York y del cine de Hollywood. Al poco tiempo, Capote recibió una carta de Miss Collier, narrándole embelesada las aptitudes de Monroe: “Tiene algo. Es una hermosa niña. No lo digo por lo obvio. No es una actriz, en absoluto, en el sentido tradicional. Lo que ella tiene, esa presencia, esa luminosidad, esa inteligencia deslumbrante, nunca podría salir a relucir en el escenario. Es algo tan frágil, tan sutil, que solo la cámara puede captarlo. Es como un colibrí en vuelo: solo la cámara puede congelar su poesía”.

Volvieron a encontrarse en el entierro de Miss Collier. Algunas veces la había visto sin maquillaje, pero ese día Marilyn también tenía un pañuelo en su cabeza. El pelo oculto, el cutis sin cosméticos la hacían parecer de 12 años. Ella le propuso esperar a que se marcharan todos, sobre todo los fotógrafos. De modo que recién cuando se retiró la última persona ella le confesó que odiaba asistir a los funerales y que se alegraba de no tener que ir al suyo. Ella no quería un funeral, sino, por el contrario, si algún día tuviera un hijo, que él se encargara de tirar sus cenizas al viento. “Hoy no habría venido de no ser porque Miss Collier me quería, se preocupaba por mi porvenir y era como una abuelita, una abuelita severa, pero que me enseñó muchas cosas”, le dijo.

Conversaron sobre cómo les fascinaba Nueva York y cuánto aborrecían Los Ángeles: “Aunque nací ahí, no se me ocurre nada bueno que decir de Los Ángeles –le soltó entre risas Monroe–. Si cierro los ojos y me imagino Los Ángeles, todo lo que veo es una gran várice”. Hablaron de actores y actuaciones: “Todos dicen que no sé actuar. Decían lo mismo de Elizabeth Taylor. Y se equivocaron. Estuvo magnífica en Ambiciones que matan. A mí nunca me darán el papel apropiado, algo que realmente quiera hacer. No me ayuda el aspecto físico. Demasiado específico”.

A la salida, la avenida Lexington estaba vacía de sospechosos: nada más que algunos transeúntes perdidos. Truman Capote recuerda que eran como las dos de una linda tarde de abril, ideal para caminar. Deambularon hasta la Tercera Avenida. Unos pocos dieron vuelta la cabeza, no porque reconocieran a Marilyn, sino debido a su atavío funerario. Ella rio con esa sonrisa suya tan especial, tentadora como cascabeles, y dijo: “A lo mejor siempre debería vestirme así, verdaderamente anónima”.

Se subieron a un taxi, ella le indicó al chofer que los llevara al muelle de la calle South. Ya en el lugar, se encontraron con un ferri anclado, la vista de Brooklyn, las gaviotas que revoloteaban y se divertían, blancas contra el horizonte y el cielo veteado de vellones de nubes. Apoyada contra un poste de amarras, Capote la observó, de perfil: la brisa le esponjaba el pelo. Ella volvió la cabeza hacia él con gracia etérea, como si la hiciera girar la brisa.

“Si te preguntaran cómo era, en realidad, Marilyn Monroe, apuesto a que dirías que era una palurda”, dijo ella con tono juguetón. Truman le contestó: “Por supuesto, pero también les diría…”. Ya se iba la luz. Ella parecía desvanecerse con la claridad, mezclarse con el cielo y las nubes, retroceder y ocultarse detrás. Él quería alzar la voz por encima de los gritos de las gaviotas y preguntarle: “¿Por qué todo tuvo que salir así? ¿Por qué es una mierda esta vida?”. “Diría que eres una hermosa niña”, le dijo él finalmente.

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