Fabulosos calavera: 25 años de un disco que cambió la historia de los Cadillacs

En 1997, la banda de Vicentico y compañía varió rotundamente su sonido. Dejaron una obra clásica que cada día suena mejor.

Deben haber quemado. Aquellas canciones deben haber quemado en las manos, en la gola, en el estudio, durante las largas sesiones de preproducción, durante aquellas zapadas. Con el disco Fabulosos calavera, los Cadillacs dejaron patas arriba su propio derrotero musical y también el de gran parte de la historia del rock en América Latina. De la movida alter-latina de aquellos años fue, simultáneamente, su punto cúlmine y otra cosa.

Habían atravesado los primeros años de los ‘90 entre algunos vaivenes: algunos discos que no funcionaron como se esperaba (El satánico Dr. Cadillac en 1989 y Volumen 5 en 1990) y luego, por ejemplo, el éxito de El León (1992). Con el diario del lunes, Rey azúcar, de 1995, presagiaba cierto cambio de sonido.

El proyecto comenzó a cranearse durante 1996. Y las postas de la grabación incluyeron unas primeras semanas en los estudios Del Abasto, varios meses del verano de 1997 en una quinta de Del Viso y luego los estudios Compass Point, en las Bahamas. El ingeniero Walter Chacón y el productor norteamericano KC Porter estuvieron al mando de las consolas. “Nadie iba a la playa, y realmente a nadie le interesaba ir a la playa. Era entrar, grabar y grabar hasta no dar más”, le contó Flavio Cianciarulo al periodista Federico Martínez Penna, en una recordada nota sobre el disco.

La banda, en ese momento, la conformaban: Vicentico en voz, Flavio Cianciarulo en bajo, Ariel Minimal en guitarras, Mario Siperman en teclados, Fernando Ricciardi en batería, Daniel Lozano en trompeta y fliscorno, Fernando Albareda en trombón y Gerardo “Toto” Rotblat en percusiones. Sergio Rotman, miembro histórico de la banda, se alejó en medio de la gestación. Además del enroque, Minimal se hizo cargo de las guitarras y Vaino Rigozzi empezó a ser el mánager. La leyenda urbana cuenta que cuando lo convocaron a Minimal, este les dijo: “Ok, pero miren que no se rasguear”. Pareció no importar.

El cambio de sonido en este álbum es rotundo. Es tremendo, hermoso. Fue un cambio de piel. O una piel de menos. Hardcore, rock pesado, psicodelia, música surf, coqueteos jazz. Y tango. Todo ello convive en un disco frenético y adrenalínico. Es un caleidoscopio denso, oscuro y eléctrico. Las tumbadoras de Toto Roblat y los sonidos que van apareciendo ya en El muerto, el primer track, anticipan todo lo que vendrá. Entre Sopa de caracol y este disco pasaron seis años; hay una diferencia extrema entre el sonido de aquel mega hit y estas canciones.

Una narrativa entre calaveras, muertos y personajes que deambulan por los barrios de Buenos Aires. Hoy lloré canción (donde canta su querido Rubén Blades) y Calaveras y diablitos son quizá, las dos canciones que más se asemejan a la sonoridad anterior. En Piazzolla, por ejemplo, cantan: “Piantao, calavera luna loco, tango, llévate mi corazón vida calavera, esquinas, sangran mis pies/Violentango en París, quién otro sino vos desnudó la ciudad/Voy a estrellarme contra tu bandoneón a toda velocidad”.

Hacia mediados de 1997 Buenos Aires amaneció empapelada con la tapa del álbum: un fileteado porteño, calaveras, dragones. Junto con la leyenda: “El disco que cambiará la historia del rock nacional”. En los Grammy del ‘98 ganaron el premio a Mejor álbum de Rock Latino. Lo celebraron, algunos allá en Los Ángeles y otros acá. Vendría otro celebradísimo disco de estudio, una primera separación.

Por lo pronto, tenían entre manos una música que fue una macumba y un ritual de autor. Sus propias versiones sobre héroes y tumbas. La maduración definitiva de una banda muy grande.

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