cultura

Antiguos secretos de la medicina casera

En épocas de prepagas por las nubes, quizá valga la pena desenterrar algunas recetas con las que hace muchos años se hacía frente a distintas dolencias.

La vida cotidiana de nuestras ciudades sufrió en pocos menos de un siglo una profunda transformación, tanto que hoy ya constituye motivo de curiosidad su rememoración. La vida -en esos tiempos lejanos- se desenvolvía en medio de un inefable sosiego; la existencia diaria de estos núcleos, sin preocupaciones, sin ruidos de aparatos de radio ni televisión, ni de transportes mecánicos, con el andar tranquilo de caballos y breackers. Todo aquello invitaba a vivir sin prisa. Cundían entonces las creencias y supersticiones populares.

Una de las víctimas propiciatorias de esas supersticiones muy extendidas, era el sapo. El inofensivo batracio servía ya para mitigar el dolor de cabeza - llevando en forma de vincha un cuero de su lomo, con la parte interna tocando la frente-, o para el dolor de muelas -al que se buscaba combatir con un sapo vivo, agarrado con la mano derecha , y apretado fuertemente para que abriera la boca con la que se frotaba la zona adolorida.

Uno de los problemas de salud más temidos, era la culebrilla. Enfermedad caracterizada por vesículas llenas de líquido amarillento que bajo la forma de media cintura se manifiesta en el pecho, los hombros o el vientre, acompañada de dolor y comezón-, se creía en su momento que era debido al paso de una culebra pequeña que dejaba un rastro venenoso sobre la parte afectada. A esta enfermedad temían mucho los supersticiosos, pues decían que iba adquiriendo . A medida que se desarrollaba la forma de la culebrita que la había originado, el riesgo iba creciendo, ya que si se juntaban la cabeza y la cola, se decía que el caso estaba perdido.

La farmacopea de los remedios caseros era, por aquellos años, verdaderamente curiosa. Un párrafo especial merece el empacho y el mal de ojo. Para comprobar si una persona padecía de empacho, el curandero le levantaba tres veces con la yema de los dedos el pellejo del espinazo a la altura de la boca del estómago. Para tratarle, se aplicaba al paciente un parche de aceite mezclado con la flor de la ceniza. Era creencia que estando empachada la persona sonara interiormente la parte del espinazo al levantarle la piel.

En cuanto al mal de ojos, como al empacho, no se los curaba, sino que se lo “quebraba”. Para conocer si alguien padecía mal de ojos, los curanderos debían dejar caer con el dedo tres gotas de aceite en un vaso de agua, acompañando la operación con palabras. Si las gotas se iban al fondo el diagnóstico estaba claro: la persona padecía de mal de ojos. En algunos casos era el daño que con o sin intención una persona hacía a un recién nacido, ocasionándole la enfermedad conocida bajo el nombre de “el mal de los siete días” o “mal de la cruz” porque se presentaba a los siete días del nacimiento. Era la caída del cordón umbilical infectado.

En la campaña de los alrededores de La Plata, pululaban los curanderos. Circulaban acerca de ellos muchas historias, como el de aquel célebre “mano santa”, un tal García proveniente del departamento de Dolores. El capataz de una de las estancias de la zona llamó a uno de los peones que sabía se había hecho ver por el curandero debido a una muela inflamada. Cuando le preguntó qué había hecho exactamente el médico, el peón contestó que el diagnóstico era “muela perlética” y explicó que lo había estado mirando mucho rato a través de un cairel de araña de cristal, y que a continuación le cobró una yunta de gallinas por el diagnóstico.

Los dolores musculares o “aires” se curaban repasando por encima de la región dolorosa azufre en barra. Todos los almacenes de barrio tenían su buena provisión de él. Cuando éste crujía, decían que era porque comenzaba a salir el aire, y habría salido del todo cuando dejara de crujir. El crujido del azufre obedecía al cambio de temperatura por el frote, pero para el vulgo, la causa era que el aire se desprendía de la piel. Asimismo, muchos dolores se curaban con “fletaciones” o “africaciones”- sin duda, fricciones-, las primeras más suaves, las segundas más violentas. El de vientre, con manzanilla frita en aceite; los reumáticos, con diversas sustancias, entre otras, el sebo de la riñonada o de vela de baño.

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