Aristóteles Onassis en Berisso
Vino a Buenos Aires con solo diez dólares y llegó a ser el hombre más rico del mundo. Fue en nuestra región donde hizo sus primeros negocios.
El hombre sacudió su fez, haciendo un gesto casi religioso, y volvió a asomarse por la borda. El vapor estaba quieto. La multitud de griegos, turcos y rusos caucásicos agitó las manos. El recuerdo turbulento de Esmirna, su ciudad natal, asoladas por las tropas del general turco Kemal Ataturk, empezaba a quedar atrás. Los agotados griegos habían llegado a un país de América donde no tendrían mejor arma para la supervivencia que la sagacidad. Entre esos oscuros inmigrantes estaba un adolescente, moreno, de espaldas anchas y saco apretado con las costuras a punto de reventar. Su nombre: Aristóteles Sócrates Onassis.
Hasta 1922 el padre de Aristóteles era un poderoso exportador de tabaco. Luego, como otros griegos de Esmirna, fue despojado y perseguido por los turcos. El adolescente Onassis presenció, mientras su padre estaba en la cárcel, la ejecución de tres tíos suyos. Un cuarto pariente, al verlos pendiendo de una soga, murió de un síncope. Días después, una tía con un recién nacido pereció al derrumbarse la iglesia donde una multitud de griegos pretendía refugiarse. Aquel muchacho de 17 años no necesitó nada más para decidirse a escapar de Grecia en el primer barco que pudiera tomarse. El azar quiso que ese barco tuviera por destino Buenos Aires. Ningún amigo, ningún pariente lo estaba esperando.
Por aquel entonces, en Argentina solo se conocían los tabacos norteamericanos y cubanos. En 1927, Onassis logró imponer el tipo oriental, y tres de cada diez fumadores llegaron a consumir las nuevas marcas. El joven usó el nombre comercial de “Osman” y produjo una exitosa serie de pulcras cajas con el nombre de “Omega” estampado en el borde.
El avispado Aristóteles se dedicó no solo a importar tabaco, sino también cereales, almendras, aceitunas, aceite de ballena, pieles y lanas. Así, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, los galpones del puerto de Buenos Aires estaban atestados de mercaderías ya reservadas por los clientes. En sus dos primeros años de actividad importadora, Onassis vendió dos millones de dólares en tabaco. A veces utilizaba dinero de sus clientes para efectuar rápidas operaciones comerciales, como por ejemplo reflotar un barco hundido frente a las costas de Montevideo, hacerlo reacondicionar y venderlo con grandes márgenes de ganancia.
En Canadá tuvo conocimiento de una profunda depresión que se avecinaba; decidió entonces ingresar en el círculo de los navieros y comprar a la Canadian National Shipping Company seis barcos de cabotaje de 9.000 toneladas al uno por ciento de su valor real, vendidas por una firma quebrada.
Hacia 1932 se produjo una novedad de peso en los negocios del próspero Aris: lo nombraron cónsul general de Grecia en la Argentina. El cargo, que ejercería hasta 1935, le proporcionó grandes contactos comerciales. Se le abrieron las puertas del crédito. Y tuvo una nueva idea: entró en el negocio que él denominaba “transfusión de sangre negra”. Viajó a Suecia, donde patrocinó la construcción del Ariston, de 15.500 toneladas. Sabiendo que se aproximaba una guerra, aprestó sus transportes, distribuidos en algunos puertos. Ganó fortunas, ya que los fletes en zona de guerra eran elevadísimos. Llegó a tener la más importante flota petrolera privada.
Entre 1936 y 1945 residió en Nueva York. Son los años de su gran triunfo, del acceso a la fama. Se casó en Nueva York con Tina Livanos, bellísima morena de 17 años, hija del multimillonario greco-norteamericano Stavros Livanos, naviero. Ya tenía la flota independiente más poderosa del mundo. Algunos gobiernos lo acusaron de pirata de los mares. Sus barcos tenían banderas de países sin tradición mercante –Costa Rica, Honduras, Panamá, Liberia–, que utilizaba para pagar bajos impuestos.
Pero ni su colosal riqueza ni sus amoríos con la soprano María Callas lo hicieron olvidar de la Argentina. Volvió a nuestro país a fundar el Centro Griego y a hacer cuantiosas inversiones que manejaba desde Mónaco. Algunos berissenses aseguraban haberlo visto regresar a esas calles para caminarlas con melancolía. Lo cierto es que este hombre, que como no pudo hacer saltar la banca terminó comprando el casino de Montecarlo, tenía su corazón allí donde estaban sus ganancias: “Como capitalista no tengo patria, como no la tuve al llegar a Argentina”.