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Clemente Onelli, el descubridor del monstruo del lago Nahuel Huapi

Este científico italiano estuvo muy vinculado con el Museo de La Plata y el Jardín Zoológico. Una personalidad oscura y fascinante a la que el escritor platense Leopoldo Brizuela dedicó una novela.

Clemente Onelli nació en Roma el 22 de agosto de 1864. Nieto de un conde, fue educado en un instituto destinado a la formación de la nobleza. Posteriormente ingresó en la Facultad de Ciencias Naturales, licenciándose a los 23 años. En 1888 decidió venir a vivir a la Argentina. Rápidamente tomó contacto con Florentino Ameghino y Eduardo Schiaffino y, en particular, entabló amistad con Christofredo Jakob, un médico psiquiatra alemán radicado en nuestro país que dejaría una marca indeleble en los estudios de la neurobiología.

Tuvo un papel de gran importancia en el Museo de La Plata, por sus aceitados vínculos con muchos museos del mundo, en particular italianos. Por esas razones, Francisco P. Moreno lo incorporó para que ejerciera tareas de explorador y naturalista, especialmente en la búsqueda de fósiles y piezas arqueológicas patagónicas. Sus andanzas en el Sur fueron relatadas en su libro Trepando los Andes, publicado a mediados de 1904. Durante un año recorrió la región y estudió gran parte de las lenguas aborígenes, que llegó a dominar tan bien como el español. De regreso al Museo se dedicó al estudio de las piezas paleontológicas, arqueológicas y ­etnográficas que había recogido y escribió numerosos artículos científicos.

El Perito Moreno, quien en 1873 exploró el territorio de la actual provincia de Río Negro y se adentró en zonas que pertenecían a la comunidad indígena, lo nombró asesor en la Comisión de Límites entre Argentina y Chile . Una de sus tareas fue desviar el curso del río Fénix que desagua en el lago Buenos Aires, haciéndolo correr como afluente del río Deseado. Fue una tarea descomunal: “Recordé los once días de trabajo febril con las manos llagadas por el uso de la pala; recordé que se debía terminar esa prueba de la teoría de Moreno para el día que llegase a pasar por allí el perito chileno, y recordé el motín de algunos hombres que tuve que dominar, revólver en mano, acobardados por la ímproba tarea: se me presentaron a la mente esas horas de ansia, cuando abierta la boca del canal, las aguas durante una noche se estancaron allá donde termina la pampa, irresolutas en seguir la pendiente del cañadón del río Deseado. Ahora el río entra tranquilo por ese canal y sus aguas se deslizan veloces como si siempre hubiesen hecho eso desde el principio de los siglos”.

No menos importante fue su aporte para el Jardín Zoológico de La Plata, donde tuvo la iniciativa de extraer los cerebros de los animales muertos en el lugar para realizar sobre ellos investigaciones neurobiológicas.

A él se debe la sospecha de un supuesto monstruo de grandes dimensiones que habita las profundidades del lago Nahuel Huapi. En 1922, organizó una expedición –a la que la prensa de la época dio características de espectacularidad– a fin de constatar la veracidad de la insólita aparición de un plesiosaurio en las aguas de ese lago de ­Bariloche. La expedición fue tomada a la chacota, objeto de numerosos chistes nacidos del ingenio popular, hasta se compuso un tango titulado El plesiosaurio y se fabricó una lapicera de dudosa calidad con ese nombre. “Nahuelito” no se dejó ver por el científico que volvió a La Plata sin haberlo avistado, pero con la satisfacción de haber promocionado turísticamente una región de la que se había enamorado.

Era un hombre de muchas inquietudes, como lo demuestra el mediometraje mudo que dirigió en 1922, El misionero de Atacama, cuyo argumento “despliega las peripecias de un fraile franciscano en Salta en épocas de la colonia, la labor educativa y particularmente su misión evangelizadora, ambos pilares del proceso de civilización”. Su obra más trascendente es el Atlas del cerebro de los mamíferos de la República Argentina, donde estudia las particularidades neurológicas de cada especie animal en función del hábitat en que debe sobrevivir. En 1904, el presidente Julio Argentino Roca lo nombró director del Jardín Zoológico de Buenos Aires, cargo en el que permaneció durante dos décadas. Sin ir más lejos, vivía con su esposa dentro del zoológico, y allí murió, el 20 de octubre de 1924. El entonces presidente de la República, Marcelo T. de Alvear, dijo al enterarse de su fallecimiento: “Ha muerto el más criollo de los gringos y el más italiano de los argentinos”.

Una localidad de Río Negro sobre la Ruta Nacional 23, un ventisquero del lago Argentino, un cerro de la cordillera llevan hoy su nombre.

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