cultura

Eduardo Galeano, el sueño abierto de América Latina

Fue uno de los escritores que mejor contó la historia de estas tierras, que siguen soñando convertirse en una Patria Grande.

Una vez, Eduardo Galeano fue a dar una charla a Bahía Blanca, al sur de la provincia de Buenos Aires, donde le contaron la historia de un hombre que, una mañana, había recibido noticias horribles: se había quedado sin trabajo en la fábrica petroquímica en la que se desempeñaba. Después de casi 20 años habían decidido prescindir de sus servicios y, al mismo tiempo, esa mañana recibió una carta de su hijo, que se había embarcado y le anunciaba: “No quiero volver nunca más”.

El mismo día había perdido el trabajo y a su familia. Ese hombre estaba justamente en el fondo y había empezado a caminar a lo largo de la costa con una música fea en el ánimo, sintiéndose la persona más sola entre todas en este mundo de soledad. Con la cabeza baja, sombra de sí mismo, se agachó a recoger una botella en la que no había vino, sino papeles. Entonces rompió el cuello de la misma contra una escollera descubriendo unos dibujos, evidentemente hechos por la mano de un chico: soles que vuelan, gaviotas que iluminan. Y, al final, una carta que decía: “Me llamo Marcos. Tengo ocho años. Me gusta pintar y busco un amigo por las calles del agua”. Para el autor de Las venas abiertas de América Latina, se escribe con la misma corazonada que ese niño: buscando un amigo por las calles del agua.

Era un discípulo muy aventajado de esos narradores orales de los cafés de Montevideo, maestros en el arte de contar historias de tal manera que lo que se contaba volviera a ocurrir cuando era narrado. Decía: “Todo lo que sé lo aprendí en los cafés”.

Nació el 3 de septiembre de 1940. Un año antes Carlos Quijano, su padre periodístico, había fundado el semanario Marcha y Juan Carlos Onetti, su padre literario, había publicado El pozo, punto de origen de la novela moderna. A los 20 años ya era secretario de redacción del semanario Marcha; a los 24 dirigió el diario Época; a los 27 había entrevistado al Che Guevara; a los 31 había escrito Las venas abiertas de América Latina; a los 34 había cruzado a Buenos Aires y fundado Crisis, su proyecto más logrado en el oficio que mejor dominaba.

En un mundo que confunde la grandeza con el gran tamaño, así como la naturaleza con el paisaje, Galeano intentó descubrir la hondura de las pequeñas cosas y denunció la mezquindad de lo presuntamente grande. Y lo hizo a partir de la observación de los hechos cotidianos, mirando la realidad por el ojo de la cerradura. Estaba convencido de que la realidad tenía un lenguaje de metáforas incesantes y era la mejor poeta de sí misma; él sólo quiso ser su humilde cronista: “La realidad es una señora loca, loca de atar, que me cuenta en un oído horrores y maravillas y yo querría ser capaz de traducirlos”.

Escribir fue su vocación, pero Galeano no fue buen estudiante; le iba muy mal, sobre todo en historia, porque le enseñaban una historia que era parecida a una visita a un museo de cera: “Para decir la verdad soy un pésimo visitante de museos, de museos de cera como de todos los demás museos”. No obstante, como todo joven nacido en Uruguay, quería ser futbolista. Y jugaba muy bien, era un ídolo del fútbol uruguayo, tal vez la gloria más excelsa jamás vista en los estadios de su país. Pero solamente de noche, cuando dormía. Más allá de querer ser futbolista, también quería ser un santo. Tuvo una infancia muy mística, muy católica, y por eso, repartía ecuánimemente sus devociones entre las canchas y los cielos. Pero un día Dios se le cayó del alma y lo perdió. Desde ese momento, empezó a buscarlo en los demás.

Enfrentar el horror fue parte de su vida. Galeano estuvo exiliado más de 13 años: tuvo que irse de Uruguay en vísperas de la dictadura militar, porque no quería terminar en la cárcel, y dejó el país, porque no quería

terminar muerto. Sufrió, y denunció, lo ocurrido a tantos amigos suyos (entre ellos, el escritor argentino Haroldo Conti), torturados o asesinados por el delito de pensar las cosas distinto.

Desde su primer ensayo, Guatemala país ocupado, nunca dejó de lado el encontrarse personalmente con la historia y contarla desde el punto de vista del pueblo. Tampoco aceptó que este fuese el único mundo posible. Quizás su convicción más profunda fue la certeza de que la relación con el otro no necesariamente deba ser una relación de competencia: “Yo escribí todo lo que escribí porque estoy seguro que el otro, mi prójimo, es una promesa, no una amenaza”.

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