cultura

El cristianismo: sus leyendas y certezas

Las religiones tienen un fuerte componente mítico y escasas verdades históricas en las que apoyarse. Pero la poderosa fuerza de la fe barre las objeciones historiográficas.

El cristianismo se erigió como el movimiento más influyente de la historia de la humanidad. No obstante, a pesar de que actualmente dispongamos de un volumen cuantioso de documentación sobre la vida de cualquier emperador romano o faraón egipcio, es incuestionable el hecho de que muchos de los relatos generalmente aceptados como verdades históricas son meras leyendas, cuando no falsedades. Cuando se trata, por ejemplo, de bucear en la figura de Jesús, la cosa, lejos de volverse más clara, se complejiza.

Tras el establecimiento de los cuatro Evangelios oficiales –escritos casi un siglo después de la muerte de Jesús–, se inició una persecución sistemática no solo de los denominados evangelios apócrifos, sino también de un gran número de relatos paganos, cuyo contenido se oponía a la recién nacida Iglesia católica o bien reservaba una sospecha semejante con sus dogmas. De modo que las diversas herejías gnósticas que surgieron en toda Europa fueron acechadas con especial saña, ya que, sin dejar de considerarse cristianos, criticaban duramente a las autoridades eclesiásticas por desvirtuar su mensaje.

Por otro lado, la arqueología no ha podido aún aportar ninguna prueba concluyente respecto de la validez del relato bíblico. Monumentos, medallas, inscripciones, frescos y mosaicos permanecen indescifrables. Los lugares sagrados de la cristiandad tampoco nos aportan mayor información, puesto que la mayoría de ellos fueron considerados como tales a partir del siglo IV. En cuanto a las reliquias, la situación es peor: se afirma que el noventa por ciento de ellas son falsificaciones y que sobre el diez por ciento restante pende la sombra de una justificada sospecha.

La historia de Jesús sería una recombinación de diversas historias míticas y religiosas, aunque también se aprecian influencias clásicas y egipcias. Una de las más notorias es la del dios Atis. En tiempos del imperio, Roma contaba –al menos– con dos santuarios dedicados al culto del dios frigio Atis. El primero estaba asentado desde dos siglos antes de Cristo en el monte Palatino y constituía el centro de las celebraciones públicas dedicadas a esta figura sagrada, importada de Anatolia en la época republicana. El segundo, levantado ya con los primeros emperadores, se alzaba en la colina vaticana, en los mismos lugares donde habrían de instalarse la basílica de San Pedro y los palacios pontificios de la cristiandad. Curiosamente, el mito de este dios afirma que nació el 25 de diciembre del vientre de la virgen Nana y que fue crucificado un viernes de marzo y resucitó al tercer día.

Si repasamos las historias de Buda, Krisna, Mitra, Dionisio, Hércules, Prometeo y Serapis, entre otros, percibimos inmediatamente que se nos está narrando la misma leyenda con sutiles variaciones de una a otra y con asombrosas coincidencias con los Evangelios cristianos. Asimismo, el número doce es un elemento fundamental de todas esas leyendas, incluso en aquellas posteriores a la cristianización, como la del rey Arturo, que se sienta junto a sus doce caballeros alrededor de una mesa redonda que no es sino la alegoría de un zodíaco; a esta misma categoría pertenecen también los doce trabajos de Hércules. Incluso los elementos iconográficos más representativos fueron tomados de otras culturas y religiones, incluido el que actualmente es el símbolo indiscutible de la cristiandad: la cruz. En un principio, la cruz repelía a los mismos cristianos y no fue adoptada oficialmente hasta entrado el siglo VII. El historiador John Fulton afirmó: “Los cristianos primitivos incluso repudiaban la cruz debido a su origen pagano […] Ninguna de las imágenes más antiguas de Jesús lo representa en una cruz, sino como un dios pastor a la usanza de Osiris o Hermes, portando un cordero”. El emperador romano Constantino el Grande fue el que introdujo la cruz como símbolo del cristianismo. Aun más antiguo es el nombre que se le dio a Satan, que procede ni más ni menos que del Antiguo Egipto, y en cuya etimología significa: “adversario de Dios”.

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