cultura

Entre el dolor y el carnaval

Carlos Páez Vilaró es un artista uruguayo, creador de Casapueblo, y padre de uno de los sobrevivientes de la tragedia de Los Andes.

Pocos días antes de morir, se mezcló en tambores, murgas, redobles y purpurina, para despedirse del carnaval. Participó con la comparsa Yambo Kenia. Carlos Páez Vilaró nació el 1° de noviembre de 1923 en Montevideo, hijo de diplomáticos. Desde que era chico le gustaba participar de las llamadas, los desfiles murgueros que año tras año se realizan como fiesta popular del candombe: “Durante 70 años, entreverado con la comparsería y a tambor batiente, cumplí ese extraño rito particular de acompañar las llamadas, inyectando la música del folklore de calle a mi pasión por la pintura”. En esa última salida carnavalera, dijo: “Hoy, cumplidos mis noventa años, así como en mi mano derecha mantengo apretadas las manos de todos los amigos que coseché en el camino, el viejo tambor machucado guarda en su barriga el recuerdo de todas mis andanzas candomberas.”

En 1958 había llegado por primera vez a Punta Ballena, a trece kilómetros de Punta del Este. Lo cautivó la desolación del paisaje, sin árboles ni caminos trazados, sin luz y sin agua. Allí, sin planos, decidió construir su taller en un acantilado que mira al mar. Una enormidad blanca que se llama Casapueblo y que en la actualidad funciona como hotel y Museo Taller en el que se exhiben las pinturas de su creador, Carlos Páez Vilaró.

Le gustaba pintar todo el imaginario desbordante que había llegado a estas tierras traídos por los africanos. Esculpía con toda clase de materiales y era un muy avezado ceramista. Además, le gustaba mucho escribir. Fue autor de siete libros, el primero de los cuales, “Mis cuentos de siete vidas”, fue publicado en 1981.

Se hacía llamar “el pintor del medio del río”, porque pasó su juventud en Buenos Aires. Su primer trabajo fue en una fábrica colocando las cabecitas de los fósforos , luego ingresó como aprendiz en imprentas de Barracas y de Avellaneda. Vivió en pensiones y hoteles. Sus primeros trabajos artísticos los hizo en un cabaret del Bajo, decorando mesas. Su trabajo se complementaba haciendo bailar a las prostitutas para que la clientela las viera.

En los años cuarenta volvió a Montevideo. Vivió en un conventillo del barrio Sur, habitado por familias de la colectividad afrouruguaya. Comenzó a pintar todo lo relacionado con el carnaval, los mercados, los casamientos y los tamborileros. Estaba fascinado con la idiosincrasia y el mundo cultural de los negros uruguayos. Su mayor influencia fue Pedro Figari, quien había pintado, infatigablemente, con pinceladas largas y libres, sobre cartones sin fondo pigmentado, en azules, rosados y lilas, gauchos y chinas, negros y negras en su exilio americano . Figari vio en el negro toda la fuerza del ritmo que, en el norte de América produjo el jazz y, en América del Sur, el candombe. “El pintó a los negros del recuerdo. Yo pinté a los de la realidad”, dijo una vez.

Viajó por todos los países latinoamericanos donde la cultura negra dejó su huella. Recorrió toda Africa en los años en que el continente comenzó su descolonización. Vivió un tiempo en el leprosario de Lambaréné, y colaboró con el Premio Nobel de la Paz Albert Schweitzer.En 1967, el Festival de Cannes se cerró con un documental sobre el Africa en cuyo guión participó. Siete años antes había hecho un mural para la sede de la OEA en Washington, que fue por entonces el mural más largo del mundo.

Hubo una tragedia que marcó para siempre su vida. En 1972, su hijo mayor –Carlos- fue una de las víctimas del avión que cayó en la Cordillera de Los Andes, junto a sus compañeros del equipo Old Christians que volaban hacia Chile para disputar un partido de rugby. Algunos de los sobrevivientes fueron encontrados al cabo de 72 días, en un auténtico milagro que quedó documentado en el libro “Viven” –que tuvo varias versiones cinematográficas- , y en un libro que el propio Carlos Páez Vilaró publicó en 1982 bajo el título “Entre mi hijo y yo, la luna”.

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