cultura

Expediciones que terminaron en grandes descubrimientos

Hallazgos geográficos que enriquecieron los mapas con lugares hoy emblemáticos y que, en algunos casos, demostraron la verdad histórica de sitios contados por la literatura.

El navegante portugués Juan de Noya, habiéndose extraviado en el Océano Atlántico meridional, descubrió el 18 de agosto de 1502 un islote al que dio el nombre de la santa del día: Santa Elena. Al cabo de los siglos, se haría famosa por haber servido de prisión y tumba a Napoleón Bonaparte. La salud del general francés empeoró gravemente con su traslado a Longwood House, una vivienda expuesta a un clima insalubre, que se convirtió en su último asilo en la isla. Su muerte se debió, según la autopsia, a un cáncer de estómago, aunque existe la creencia de que pudo ser víctima de un envenenamiento con arsénico.

Curioso por demás fue el descubrimiento de la bahía de San Francisco: infinidad de veces habían pasado los navíos españoles por delante de su entrada, sin advertir su existencia. Y, precisamente, buscaban con afán un puerto natural en la costa del Pacífico, cuya necesidad se dejaba sentir cada vez más en el norte del imperio colonial. Los marinos no veían la entrada a causa de la niebla y si algunos llegaron a reparar en aquella estrecha boca creyeron siempre que se trataba de una ensenada sin importancia. Fue un capitán de Caballería, don Gaspar Portolés, quien, realizando por tierra una expedición en busca del puerto de Monterrey, al detenerse en el collado de Mosito Montara, contempló absorto una gran extensión de agua; una especie de mar interior o numerosos lagos con algunas islas y en cualquier caso en comunicación con el Océano por un estrecho paso. La bahía de San Francisco, de unos ochenta kilómetros de longitud, constituye uno de los mayores y más seguros puertos del mundo.

Enrique Schliemann se enamoró perdidamente de Troya cuando, en la navidad de 1829, su padre le regaló una historia ilustrada de la humanidad. Desde su infancia, soñaba con encontrar las ruinas de Troya y el tesoro de Príamo. Siguiendo las indicaciones geográficas que de la Ilíada se desprendían, Schielemann viajó a Ítaca con un ejemplar de aquel poema bajo el brazo. Lo cierto es que este hombre no era arqueólogo, sino simplemente esclavo de un sueño cuya realización dio por conseguida por la buena suerte que lo acompañaba siempre en todas sus empresas. No ignoraba que el establishment intelectual ponía en tela de juicio la existencia real de Homero y que a la guerra de Troya la consideraban perteneciente al tenebroso mundo de la mitología.

En abril de 1870, Schliemann empezó con sus excavaciones. Cien obreros trabajaban para él. Tanto estos como las autoridades locales lo consideraban un loco. Sin embargo, pronto halló armas, utensilios domésticos, vasos y joyas: testimonio irrefutable de que allí había existido una ciudad. El mundo entero fijó su mirada en aquel supuesto delirante, que había hecho remover veinticinco mil metros cúbicos de tierra. Tres años más tarde, al propio Schliemann le fue reservado el honor de hallar personalmente el tesoro de Príamo (de una riqueza incalculable). Una vez respaldados científicamente sus primeros descubrimientos, continuó sus investigaciones y descubrió las tumbas de Micenas, llenas de joyas y oro. “Todos los museos del mundo, conjuntamente, no poseen ni la quinta parte de lo que aquí tenemos”, declararía Schliemann ante la prensa internacional.

Alois Senefelder, hijo de un actor alemán, se interesaba mucho por el grabado, pero las planchas de cobre eran demasiado costosas y los ensayos que efectuó con otras materias no daban resultado. Un día, su madre entró en la habitación donde él preparaba su tinta y la pulverizaba sobre una piedra de Solenhofen, una especie de roca calcárea un poco aceitosa y fácil de pulimentar. La madre rogó a su hijo que anotase las prendas que habían de enviarse a la lavandera. Buscó un trozo de papel y, al no encontrarlo, escribió rápidamente sobre la piedra lisa en cuestión. No supo nunca a qué atribuir esa idea de verificar su anotación sobre la piedra y atacar esta con ácido clorhídrico, como si se tratara de una plancha de cobre. Pero procedió a este método y descubrió que aquellas anotaciones podían imprimirse como un grabado. Este descubrimiento dio origen a la litografía moderna.

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