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George Gershwin, un genio que se pasea por el tiempo

Logró la proeza de darle al jazz el estatus de música culta. Su obra abarca desde óperas y preludios hasta las mejores comedias musicales.

Su padre, Morris Gershovitz, era un judío ruso que se estableció en Nueva York algo después que su futura mujer, Rosa Bruskin, llegada a Brooklyn en 1891, desde San Petersburgo. Tuvieron cuatro hijos, tres varones y una mujer. El padre transformó el apellido en Gershwin, para evitar alusiones antisemitas. Uno de los hijos, Jakob, estudiaba música con desgano, hasta que, entre el fragor del tren elevado, escuchó por primera vez el estruendo del jazz que salía del Baron Wilkins Club, donde actuaba Jim Europe con su orquesta. Ese ritmo quebrado, el frenesí que ondulaba los cuerpos y el desgarramiento propio de la música negra se le pegó para siempre a Jakob George ­Gershwin.

En 1919, George —que ya había perdido el Jakob por el camino— sintió que había triunfado cuando Al Jolson le estrenó Swanee en el Winter Garden y fue el delirio. Desde entonces, tuvo un furor compositivo pocas veces visto. El manantial de inspiración y dólares no detenía su flujo. Asociado con su hermano Ira, como letrista, escribió comedias musicales, volviéndose una carta de triunfo para cualquier productor.

Gershwin se había propuesto una proeza, hacer del jazz —la expresión popular de los barrios marginales— una música culta. La ocasión le llegó teniéndolo a él de protagonista: el director Paul Whiteman anunció, para el 12 de febrero de 1924, el estreno de una obra de Gershwin para piano y orquesta, Rhapsody in blue, con el propio Gershwin como solista, y Ross Gorman en el glissando de clarinete inicia con sus 17 notas que quedan grabadas a fuego en la memoria de quien las escucha.

Un año antes, había compuesto un conjunto de preludios para piano, que parecen la creación de un Chopin con el alma empapada en jazz. El éxito de los preludios para piano condujo a Gershwin a Francia. La consecuencia de este viaje es el poema sinfónico Un americano en París, que estrenaría en el Carnegie Hall de Nueva York.

Alto y moreno, con aspecto de judío levantino, Gershwin ya se había convertido en un sibarita millonario, de enigmática vida privada —no se le conoció en su vida ni un solo romance—, coleccionista de cuadros, amigo de sentarse al piano completamente desnudo, para componer. Un hombre al que se consideraba excéntrico, por ejemplo, por haber vivido durante un tiempo en un barrio de negros, para escribir Porgy and Bess, una ópera sobre la negritud.

Era un intuitivo genial y tan solo en los últimos años de su vida se preocupó por consolidar sus conocimientos. Escribió a Igor Stravinsky pidiéndole clases de armonía y contrapunto y el ruso, para determinar una tarifa, le contestó también por carta: “¿Cuánto gana usted?”. Cuando Gershwin le dijo que eso no sería problema y le informó cuál era el monto aproximado de sus ingresos, Stravinsky le respondió con otra pregunta: “¿No me daría usted clases a mí?”. Por su parte, Maurice Ravel, a quien el norteamericano consultó en un viaje a París, le informó: “Usted no necesita aprender nada. Siga componiendo como hasta ahora, y ya está”. Arnold Schönberg dijo de él: “La música no era para Gershwin una simple cuestión de habilidad; era el aire que respiraba, el sueño que soñaba”.

Por entonces, estaba viviendo en Beverly Hills para atender sus compromisos cinematográficos. Se sentía solo y deprimido, lejos de Nueva York. El 11 de febrero, mientras tocaba acompañado por la Filarmónica de Los Ángeles, había sufrido un vahído. Un persistente dolor de cabeza lo atormentó desde entonces y comenzó a perder la coordinación en el piano. Alcanzó a escribir la música para el filme The Goldwyn Follies y se internó en el hospital; el propio presidente Roosevelt hizo rastrear en alta mar, con una nave de la Marina de Guerra, a un célebre neurocirujano, para que le extirpara el tumor cerebral que lo corroía desde un año atrás. La intervención se hizo en el hospital Cedros del Líbano, en Hollywood, pero la intervención no pudo terminarse. A los 38 años, George Gershwin ya había hecho todo lo necesario para ser inmortal.

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