cultura

Horacio Quiroga, un escritor marcado por la tragedia

Mató sin querer a su mejor amigo, su padre y su hermano murieron por accidente, y su padrastro se suicidó.

Cuando sacó la primera fotografía entre las ruinas de San Ignacio, supo que aquella tierra lo había devorado para siempre y le sería imposible regresar. Así fue cómo adquirió varias hectáreas y se estableció con su familia. Allí construyó su lugar para la escritura y la fotografía que tanto le apasionaba: entre 1909 y 1916, con su primera esposa, Ana María Cirés; y entre 1932 y 1936, con su segunda mujer, María Elena Bravo. En todos esos años, el autor escribió muchos de sus mejores cuentos, encontró la fama y el prestigio literarios. Sin embargo, su vida también estuvo signada por el ostracismo y la desgracia.

Su infancia quedó marcada por la muerte de su padre, quien se disparó accidentalmente cuando descendía de una embarcación, en presencia de su mujer y del propio Horacio. En 1891, su madre casó con Ascencio Barcos, quien fue un buen padrastro para el niño, pero la tragedia volvió a tocar la puerta: cinco años después de la boda Ascencio sufrió un derrame cerebral que le impedía hablar; lesión que lo indujo a quitarse la vida de un disparo.

Quiroga carecía de lo que algunos llaman tacto, otros hipocresía y otros relaciones públicas. A los veinte años partió de Montevideo a París vestido como un dandy, en camarote propio. Volvió tres meses después, en tercera clase, con los pantalones raídos y las solapas levantadas para que no se viera que no tenía cuello en la camisa. “¿Por qué escriben como españoles si son argentinos?”, le dijo en la cara a Larreta cuando llegó a Buenos Aires. “No soporto los gauchos de Carnaval”, le dijo a Lugones.

A los hijos que tuvo con su primera esposa los crió en el amor a la selva, dejándolos dormir solos arriba de un árbol o sentarse durante horas al borde de un precipicio, para horror de su madre. Cuando ella murió, volvió con esos hijos a Buenos Aires, vivió primero en un sótano de la calle Canning y después en un caserón en Vicente López, donde tenía un coatí llamado Tutankamón, un búho llamado Pitágoras y el yacaré Cleopatra, además de una enorme canoa aerodinámica que calafateaba infinitamente y que no parecía una embarcación, sino una criatura de las aguas.

Lo acusaban de escribir para asustar a la gente, de traer la selva a la ciudad, de arrimar la barbarie a la civilización. Cuando publicó su famoso decálogo del perfecto cuentista, Nalé Roxlo dijo que parecía el manual del maestro ciruela escrito por el Viejo Vizcacha. “Es un anarcoindividualista que se conforma con su propia libertad. No le importa que todos los hombres sean libres”, dijo Alvaro Yunque cuando lo invitó a la URSS y Quiroga le contestó que prefería volverse a la selva.

Alguna vez dijo: “Soy el primer infectado por Dostoievski en América del Sur”.. En la última carta a sus hijos les dijo: “Busco lo que casi nunca se encuentra. Soy capaz de romper un corazón por ver lo que tiene adentro, a trueque de matarme yo mismo sobre los restos de ese corazón”.

En 1936, volvió a Buenos Aires a hacerse ver por los médicos una molestia que no lo abandonaba. Era un cáncer terminal, pero no se animaban a decírselo. Lo tenían de residente en el Hospital de Clínicas con permiso ambulatorio, mientras le hacían creer que lo sometían a estudios y lo preparaban para una operación. Un día vagando por el sótano del hospital encontró un paciente llamado Batistessa. Lo tenían ahí escondido por su aspecto físico, causado por una neurofibromatosis conocida como elefantiasis. Quiroga exigió que Batistessa fuera sacado del sótano y trasladado a su habitación, y en las horas muertas le contaba historias de la selva. Un día Batistessa oyó hablar a los médicos y fue a decirle a Quiroga que la operación proyectada era una simple y dolorosa postergación de la muerte. Quiroga avisó que salía a caminar, fue a una ferretería a comprar cianuro, regresó al hospital, mezcló el polvo en un vaso con whisky y se lo tomó.

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