cultura

La masacre de las Olimpíadas

Los Juegos Olímpicos de Alemania de 1972 se cubrieron de sangre por un acto terrorista que no se borró en la conciencia de la humanidad y quedaron identificados como una tragedia que estremeció a todo el planeta.

El martes 5 de septiembre de 1972, Múnich amaneció sacudida por un escalofrío. No por el clima, sino por la noticia: un comando palestino integrado por ocho hombres había logrado escalar la reja de dos metros que rodeaba la Villa Olímpica y, burlando a los guardias, se habían apoderado del edificio donde se alojaban los atletas israelíes.

Uno de los deportistas que ha­bían logrado escapar contó: “Dormía­­mos cuando me despertó un grito: ¡Sálvense, muchachos!. Abrí los ojos y vi a un compañero tratando de cerrar la puerta que empujaba un hombre con la cara pintada de negro y un revólver en la mano. La puerta estaba entreabierta unos 20 centímetros. Me incorporé de un salto, con una silla rompí la ventana y escapé, descalzo y en pijama. Al salir, vi que uno de los compañeros alzaba una cama contra la puerta, con la esperanza de cerrar el camino a los asaltantes. En cuanto salí, escuché disparos y un gemido, corrí, ­desesperado, hacia el pabellón vecino y golpeé la ventana de la habitación de atletas sudamericanos. Debí infundirles miedo porque se negaron a abrirme. Estaba fuera de mí cuando encontré a un soldado y le expliqué la situación”.

La resistencia de un levantador de pesas israelí fue vencida con disparos a través de la puerta. El luchador Yosef Romano logró arrebatar el arma a uno de los atacantes, pero fue muerto de un disparo. El entrenador de luchadores Moshe Weinberger, de 33 años, también quiso evitar la invasión y una bala le atravesó la cara de mejilla a mejilla. Aún vivo, Weinberg intentó una última resistencia: le pegó un puñetazo a uno de los atacantes y le dislocó la mandíbula, pero fue asesinado a balazos. Nueve integrantes de la delegación israelí fueron tomados como rehenes; los demás atletas consiguieron huir.

Según se supo posteriormente, uno de los terroristas había trabajado en la organización de los Juegos. Quizá por eso disponían de alguna información clave: evitaron el área donde dormían los tiradores a quienes les estaba permitido tener sus armas y las municiones. El comando estaba integrado por fedayines palestinos que habían salido de los campos de refugiados de Siria, Líbano y Jordania.

La tensión mundial llegó a su pico. Los guerrilleros, nucleados en un comando conocido como Septiembre Negro, un desprendimiento de la Organización para la Liberación de Palestina, amenazaron con ejecutar cada dos horas a un rehén si Israel no accedía al canje de los atletas por la liberación de 234 prisioneros palestinos, y que Alemania liberara a Andreas Baader y Ulrike Meinhoff, fundadores de la Facción Ejército Rojo. Manfred Schreiber, el jefe de Policía de Múnich, se puso al frente de las negociaciones. Los secuestradores habían fijado las nueve de la mañana del día siguiente como plazo para el cumplimiento de sus demandas. La complejidad de lo solicitado los obligó a extender el plazo hasta el mediodía. Pero a las 11:15 de ese martes 5, Israel manifestó que se oponía a cualquier tipo de negociación.

Recién doce horas después de iniciado el drama, el Comité Olímpico Internacional decidió la suspensión indefinida de los Juegos. Los medios periodísticos del mundo entero y cerca de cien mil personas agolpadas fuera de la Villa Olímpica seguían los acontecimientos con dramática atención.

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