Cultura

Lino Enea Spilimbergo, un artista que siempre llevó a La Plata en su corazón

Es considerado uno de los maestros de la pintura contemporánea en Argentina. Nuestra ciudad cumplió un papel muy destacado en la proyección internacional de su obra.

La noche del 16 de marzo de 1964 era tibia en Unquillo, pero Lino Enea Spilimbergo se arrebujó en su poncho, tenía frío. Era friolento, se lo solía ver sobrecargado de ropas. Pero esa noche sentía más frío del habitual. En la mañana se había sentido mareado. Estaba solo, su esposa Germaine Caubria había ido a Francia a cuidar a su madre enferma. Para distraerse, clavó los ojos grises en el techo, pensó en todo lo que le esperaba al otro día. Escuchando el murmullo del arroyo cercano cerró los ojos. Ya no volvió a despertar. Tenía 67 años.

Había nacido en el barrio de Palermo el 12 de agosto de 1896, fue lavacopas, carrero y peón de campo. A los 21 años se recibió de profesor de Dibujo en la Academia de Bellas Artes. En 1925 se fue Italia a estudiar a los clásicos de la pintura y tres años más tarde volvió maduro para iniciar su propia obra, que continuó hasta el día de su muerte.

Quien fue Gran Premio del Salón Nacional en 1937 tenía una gran simpatía por la ciudad de La Plata, ya que aquí, en 1925, había obtenido el segundo premio de pintura del III Salón de Otoño. Al año siguiente participó en el Salón Universitario de La Plata, cuyo objetivo era exhibir el arte argentino en distintas ciudades europeas.

Tenía una profunda vocación docente demostrada en el Instituto Superior de Artes de la Universidad Nacional de Tucumán, el Instituto Argentino de Artes Gráficas, en la Academia Nacional de Bellas Artes y también en la Universidad de La Plata. Spilimbergo trabajaba en su taller de Buenos Aires o en la cocina de su casa de Unquillo. Su condición necesaria para concentrarse era un ambiente de tranquilidad absoluta. Pero cuando empezaba a pintar, sentado en su silla baja de paja, no oía nada de cuanto sucedía a su alrededor.

Fumaba sin cesar. Y bebía. Solamente vino, pero mucho y barato. Disfrutaba mucho de las visitas de su amigo Javier Villafañe. Spilimbergo fue uno de los que pintaron la lona de la carreta La Andariega con la que Javier recorrió el país haciendo títeres. A veces era él quien venía a visitar al titiritero a su departamento de calle 12 y 56, en pleno corazón platense.

No le gustaban las ceremonias ni los homenajes. Una vez llegó una comitiva a su retiro cordobés, para pedirle que concurriera a la inauguración de una galería céntrica en la que se expondrían obras suyas. Spilimbergo los convidó con vino y los acompañó hasta la puerta. Luego se volvió hacia sus amigos:

“El próximo martes estos señores van a venir a buscarme –les dijo–. Háganme acordar, para escaparme a tiempo...”.

Solía pasar largos ratos mirando la serranía que lo rodeaba: “Podría pintar esas lomas con los ojos cerrados, sin equivocarme en un solo arbolito, en una sola mata de pasto”. No mentía, allí están sus dibujos ceñidos y expresivos, esas armonías sordas de grises, verdes y dorados con que su aguda sensibilidad nos contó al detalle el carácter esencial del paisaje que veía.

“Lo bueno no mata a lo bueno”

Los amigos solían ir a visitarlo para escucharlo hablar de su fascinación por Francisco de Goya y Diego Velázquez, o sus convicciones es­téticas: “Los abstractos han perdido la batalla. En Europa, ese movimiento se encuentra en retirada, pero quedan algunos grupos de calidad que pueden mantenerse, a pesar de la competencia de los figurativos. Lo bueno no mata a lo bueno”.

Quería morir en Italia. Su padre, Antonio Enea, un italiano que siempre había soñado con el regreso, había muerto en tierra argentina; y Lino sentía que sus propios huesos tenían que pagar la deuda paterna con su terruño. Pero murió en las sierras. “Solo en Córdoba puedo poner en orden mis asuntos, mi alma…”, le dijo a un amigo. Y así fue.

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