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¿Qué es el alma?

Los hombres de todas las épocas intentaron averiguar qué es. La religión y la filosofía ensayaron diferentes respuestas a lo largo de la historia.

El término alma proviene del latino “anima”, el cual, a su vez, deriva del griego ánemos, viento. En el mundo griego se entendía el alma fundamentalmente como el principio de vida de todo ser viviente. Por su parte, los egipcios fueron los primeros en expresar la opinión de que el alma es inmortal y que, cuando el cuerpo muere, se introduce en el cuerpo de un animal que nazca en ese momento, pasando así de un animal a otro hasta recorrer los cuerpos de todas las criaturas que habitan la tierra, el agua y el aire. En ese sentido, se ­afirmaba que el período completo de transmigración era de tres mil años.

La filosofía y la ciencia de la naturaleza llegaron por la fuerza misma de las cosas a las últimas causas que envuelven los enigmas anímicos y mueven el mundo material. Sin embargo, ninguna persona ha logrado concebir propiamente esas causas; por eso designaron aquellos íntimos misterios de la ­realidad con innumerables nombres hipostasiados: la Akasha de los primitivos escritos védicos; lo incognoscible del Sama-Veda; el As de la posterior filosofía hindú; el Nun de los egipcios; la Cosa en sí según Emmanuel Kant.

Herbert Spencer hablaba de lo inconceptuable; Schopenhauer, de la voluntad; Freud, de la líbido y el impulso erótico. Y así se llegó a afirmar que el alma se trataba de la primera causa de las cosas, el todo que es la nada y la nada por la que todo existe: el elemento originario de todo el materialismo moderno. Las infinitas conceptualizaciones fueron el punto de partida o resultado de una intensa búsqueda filosófica. Sobre esas preciosas definiciones, se construyeron sucesivos sistemas analíticos en los cuales, no obstante, solo las expresiones eran nuevas. Se debatió mucho sobre tales expresiones, a raíz de que no encubrían sino los últimos misterios a los que los mayores filósofos dedicaron su vida entera.

Los esquimales del norte de Groenlandia sostienen que todas las personas tienen varias almas: una de ellas reside en la garganta, otra en la región inguinal y ambas son del tamaño aproximado de un gorrión. Por otro lado, esos pueblos indígenas cazadores de las regiones árticas creen que el hombre renace y el alma pasa de continuo de una vida a la otra. Los hombres buenos vuelven a ser hombres. Los malos reviven en forma de animales. Así es cómo se puebla la tierra, pues nada que haya vivido puede ser aniquilado.

Según la tribu de los angamis, el alma, después de la muerte, se dirige a una tierra lejana o se transforma en una mariposa; pero una parte de la fuerza anímica del difunto permanece en la tierra y se adhiere, en forma especial, a las piedras de los menhires que levantó en el transcurso de su vida. Representa una fuerza mágica que le procuró éxitos y riqueza, y que intentó materializar y robustecer mediante la construcción de esos menhires. Además, después de su muerte puede ser aún útil a su poblado y por ese motivo se hallan las piedras cerca de los caminos para que su fortaleza resplandezca ante los que por allí transiten, reforzando la fertilidad del ser humano y el campo.

En sus apasionantes relatos de las exploraciones que llevaron a cabo por las selvas de Indochina, cuentan los esposos Bernatzik, que los semang, pigmeos nómades de la selva, les hablaron de la inmortalidad del alma humana que, después de la muerte de las personas, sigue vagando por la jungla, se posa en los árboles, las rocas y las cumbres de los montes y, a la par que se venga de los enemigos de los difuntos, puede también convocar a sus parientes.

A la cabeza de las ideas religiosas de los Phil Tong Luang –aborígenes de Indochina– hay una creencia en las almas que atribuye a las de los muertos un poder benéfico o maléfico sobre el destino de las personas. El alma abandona el cuerpo a los tres o cuatro días de haber ocurrido la muerte. La de los malos se transforma en tigre y persigue a los jabalíes a través de la jungla; es inmortal y, en caso de que el tigre muera, pasa a otro tigre.

Para los huichol –uno de los pueblos originarios de México–, el alma es más pequeña que una hormiga y más suave que un susurro, y en cualquier descuido, se puede perder.

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