cultura

Un hombre llamado teatro

A los 93 años, Hector Alterio regresó a nuestro país para despedirse de los escenarios porteños. Un puñado de poesías le bastan para confirmar su riqueza expresiva.

Un piano y dos taburetes. Al piano se sienta Juan Esteban Cuacci, un músico exquisito que supo acompañar durante diez años a Susana Rinaldi, y que fue tecladista y arreglador de Raphael. Los taburetes, como era de esperar, serán para el protagonista de la noche. Un actor capaz de hacer resplandecer las palabras y de hundirlas en nosotros como un cuchillo caliente en la manteca. Un artista que ama su oficio hasta la empuñadura y que ha regresado para convencernos de que nunca se ha ido: Hector Alterio.

Nació el día de la primavera de 1929, en una casa humilde de la Chacarita. Desde temprano, la necesidad lo puso en la piel de los más disímiles personajes, antes de terminar la escuela primaria fue cadete en una farmacia, empleado en una carnicería, en una tejeduría, en una herrería, y visitador médico. Dejaba manteles bordados en las casas y los pasaba a cobrar al otro día. Fue corredor de perfumes y pintor de obras. Pero recién pudo sentir algo cercano a la prosperidad cuando hizo las veces de vendedor de galletitas.

Dos taburetes, dos patrias. En uno de ellos, Hector Alterio se sentará para decir letras de tango. Versos que todos llevamos en la memoria y en el silbido, pero que, al ser burilados en el aire por una voz que llega al tuétano de cada palabra –revelándolas en toda su riqueza latente de sentidos–, confirmamos que esas letras son el abecedario entero de la poesía. En el otro taburete se sentará a la España de huesos dolidos y memoria calcinada, encarnada en el recuerdo de un poeta que huyó del tablado de la farsa y la losa de los templos, que veía al pie de la torre de la riqueza una planicie miserable de cadáveres, y condenó al crimen en olor de santidad envuelto, acompañó a los humillados y ofendidos de la tierra, y se quedó para siempre a vivir en la mochila del Che Guevara: León Felipe. La voz de Alterio obra el prodigio de que podamos abrazar a ese gran blasfemo, a quien el Quijote hizo un sitio en su montura para ir juntos, vencidos, de retorno a su lugar.

Hector Alterio ejerció de niño y adolescente todos los oficios de la sobrevivencia con un solo objetivo: hacer teatro de noche. En 1948 debutó en un escenario con Prohibido suicidarse en primavera, una obra del español Alejandro Casona. En los años 50 fue protagonista de Nuevo Teatro, un movimiento encabezado por Alejandra Boero y Pedro Asquini, que funcionaba en una humilde sala porteña de Maipu 28, en la que se ponía en escena obras de Antón Chejov, Bernard Shaw, Bertolt Brecht y grandes dramaturgos nacionales.

Luego llegaría el cine y sus actuaciones inolvidables en Los siete locos, La Patagonia Rebelde, La tregua, las películas que hizo en España cuando la Triple A lo forzó al exilio: Cría cuervos, Pascual Duarte, Asignatura pendiente, El nido. Y luego, de la vuelta de la democracia, La historia oficial, Caballos salvajes, El hijo de la novia, Kamchatka y tantas otras.

Después de décadas de vivir en España, Buenos Aires se terminó convirtiendo en un barrio alejado de Madrid. Durante todo el mes de abril, troileanamente, Alterio ha decidido volver al barrio, y los argentinos podemos ser testigos de este regreso durante las presentaciones que hará hasta fin de mes en el Teatro Astros de Buenos Aires.

Dice José Martí en un poema: “No hay más suelo firme que aquel en que se nació”. Desde el primer instante en que Alterio se para sobre un escenario, uno sabe que ese es su suelo firme. El lugar en el que nace en cada función. Nos roza con el ala de una palabra y eso es volar. Nos trae un recuerdo entre los temblores del tiempo y eso es la emoción. Nos cuenta que el mundo es un frío de niños a la intemperie y eso es la injusticia. Nos conmueve, sacudiéndonos como un árbol desde las raíces, y sabemos que eso es seguir estando vivos.

El pasado martes, en el Centro Cultural Kirchner, Alterio fue nombrado personalidad emérita de la cultura. Hay una imagen de ese acto capaz de hacer lagrimear hasta las piedras: Hector Alterio reencontrándose en un abrazo con su gran amigo, Pepe Soriano. Los dos mayores emblemas vivos del teatro argentino. Dos actores de 93 años. Dos seres cuyo amor a su oficio no ha envejecido un solo día.

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