cultura
Una de las emperatrices más poderosas de la historia
Irene fue el nombre de una mujer del siglo octavo que acumuló poder recurriendo a la crueldad, incluso, contra su propio hijo.
Aunque era huérfana y pobre, fue desposada a los 17 años por el hijo del emperador, el futuro León IV. Tras su advenimiento al trono, en el año 775, adquirió gran ascendencia sobre él y tuvo la audacia de restaurar en el palacio real el culto a las imágenes. León IV acabó por desterrarla, pero poco después de padecer carbunco (enfermedad contagiosa y mortífera en el ganado lanar), Irene ejerció la regencia en nombre de su hijo, Constantino V, quien sólo tenía 10 años. Lo cierto es que su reinado llevó al fin de la primera iconoclasia bizantina e, indirectamente, propició el surgimiento del poder carolingio en Occidente.
Su arribó a Constantinopla (por entonces, la capital del Imperio Bizantino) se produjo el 11 de noviembre del año 768. En ese momento era, probablemente, una de varias candidatas a casarse con el heredero al trono, León IV. Cuando aquella joven de provincias entró en palacio, pasó a estar al cuidado de un grupo de damas de compañía, que se encargaron de ponerla al corriente del protocolo cortesano. Pero seguramente su presencia no fue bien vista por algunos de sus parientes políticos: los cinco hermanastros de su marido, conocidos como “los césares”, excluidos de la sucesión. Ninguno de ellos debió de recibir con entusiasmo el nacimiento del ansiado heredero, el futuro Constantino VI. En los años siguientes, todos se dedicarían a conspirar con entusiasmo para hacerse con el poder.
La historia la recordaría como una de las más poderosas (y también polémicas) emperatrices bizantinas: no solo por ejercer el poder en solitario, oponiéndose a su hijo, sino sobre todo por detener, al menos por un tiempo, la iconoclasia. Al cabo de seis semanas de haber asumido el poder, la emperatriz fue víctima de una primera conspiración para apartarla y colocar en el trono a su cuñado, medio hermano del difunto emperador. Tras frustrar el intento, Irene tuvo el pretexto para hacer limpieza de dignatarios y formar una nueva corte leal a ella.
El Imperio bizantino no solo fue el escenario para obras artísticas tan colosales como la basílica de Santa Sofía. Existía un lado menos amable, presente cada vez que se destituía a un emperador. La costumbre, en ese caso, era cegar al monarca caído. Irene llevó esta práctica tan lejos que no dudó aplicarla a su propio hijo.
Finalmente, su propia corte se volvió contra ella y el 31 de octubre del año 802 fue depuesta por un grupo de patricios que colocaron en el trono a Nicéforo, su ministro de finanzas. Irene fue desterrada a la isla de Lesbos, privada de su dignidad imperial y abandonada a sus propios medios, debiendo sobrevivir a base de cardar lana hasta su muerte, el 9 de agosto del año siguiente.