En los sones del tiempo: a 50 años de Mateo solo bien se lame

El primer disco solista de Eduardo Mateo es considerado una de las obras cumbres en la historia de la música popular de la región de todo el siglo XX.

¿Cómo habrá sonado el Big Bang? Eduardo Mateo nació en Montevideo en 1940 y falleció en esa misma ciudad en 1990. Siendo muy niño, dicen, le regalaron un tamboril. Siendo ese niño, a partir de allí, nada sería igual. Tal es así que la música popular uruguaya jamás volvería a ser lo mismo tras su paso.

Aún hoy su figura sigue siendo de culto, aunque sea cada vez más conocida. Basta recorrer un poco las calles de la capital uruguaya: su cara bigotuda, su boina y su mirada estén desperdigadas en varios murales. Su nombre, la sola pronunciación de su nombre, abre un portal. Es como una contraseña a otro lugar. Su nombre habilita a una complicidad. Su figura sigue siendo errática pero ahí están sus discos: a mano, al alcance de un clic. Venerados por una tribu encantada, embelesada con, por ejemplo, su primer trabajo solista que está cumpliendo 50 años exactos desde su edición: el 21 de octubre de 1972. Hasta esa fecha, en ese plan, no tenía nada grabado.

El disco de El Kinto (Circa 1968) sería recuperado y publicado recién un par de años después. Musicasión 4 ½, un trabajo que reúne grabaciones de varios músicos de la época (Horacio Corto Buscaglia, Urbano Moraes, Mateo, Verónica Indart, entre otros) se editó hacia julio de 1971. Al día de hoy aquel disco de El Kinto, acaso la mejor relectura de la música Beatle hecha jamás por estas tierras, no tiene un reconocimiento a la altura. Ya será, el tiempo lo va a poner en su lugar. Ojo, no son versiones sino pura creación y belleza.

A Mateo lo podían, lo atravesaban, lo perdían algunas músicas en particular: el candombe, los Beatles, la música hindú y mántrica, la bossa nova. Por sobre todo, la canción. Y esa es la tonada del disco. Canciones en apariencia simple –en definitiva, la tímbrica de todo el disco es guitarra, voz y algunas percusiones. Todo, tocado por él mismo. Pero tienen una complejidad tremenda. Atención lector, lectora: si está por escuchar el disco por primera vez sepa que no será la misma persona después de hacerlo. Ya se dijo o se va a decir: su mano derecha, su pancada, su toque.

Mateo solo bien se lame se grabó durante unas sesiones caóticas y desordenadas en los Estudios ION de Buenos Aires, entre octubre y noviembre de 1971. La cantante Diane Denoir invitó al músico uruguayo a participar en su disco homónimo y fue allí que el productor Carlos Píriz aprovechó esa breve estadía y lo invitó a grabar. Mateo iba, venía, grababa algunas cosas. Desechaba. Volvía a grabar e intentar con algunas tomas. Volvía a desechar. No había un plan. Había canciones que el músico traía desde hacía años y otras que terminaba de delinear ahí mismo, apenas antes de darle REC y que la cinta corra. Decía: “Ahora vuelvo” y no volvía por algunos días. Ese andar errático de algún modo se ordenaba, muchas veces, gracias a Nancy Charquero, novia de Mateo durante aquella época. En definitiva, lo enloquecía a Píriz.

Hasta que el propio Píriz entendió que esa iba a ser la dinámica de todas aquellas sesiones y en vez de seguir borrando, empezó a conservar algunas de aquellas grabaciones. Las que eran tomas malas, directamente se dejaban de lado, pero el resto quedaba registrado. En el libro Razones Locas. El paso de Eduardo Mateo por la música uruguaya de Guillherme de Alencar Pinto el propio Píriz contó: “El primer día grabó, no sé, tres, cuatro cosas. Al día siguiente descartó esas tres o cuatro cosas (...) Borramos. Taba todo mal, según Mateo. Y ese proceso de borrar lo del día anterior y volver a hacer otras cosas corrió durante cuatro o cinco días. Entonces entendí que ese iba a ser el sistema para todo el disco. Entonces empecé a guardar el material, excepto cuando eran tomas directamente equivocadas”. Diamante en bruto, entre las manos, sin pulir. Eso eran aquellas canciones. Aunque ingobernable, el disco deja ver a un músico en estado de gracia. Así como Mateo estaba enloquecido con la mano derecha de Joao Gilberto, la suya enloqueció a varios. Se pueden citar, por decir dos, a Jorge Drexler y Fernando Cabrera. Esa pancada es santo y seña de su música. O sea, magia pura.

Entrar a Mateo solo bien se lame es perderse. Voz, guitarra, percusiones. Un disco íntimo, minimalista. Por ejemplo, abre con Yulelé, un aire de candombe. Quien te viera tiene un tono de milonga, pero abrasilerada. Si Caetano Veloso la escuchó alguna vez debe haber llorado. Más candombe: La mama vieja. El toco –de algún modo un género inventado por él- De nosotros dos.

La psicodelia acústica y enloquecedora de Esa cosa, donde canta: “Esa cosa que sientes, cuando manos te rieguen/No te temas y mira las golondrinas cruzando el mar/Han de cruzar muy juntas, quien sola quede se perderá, ay, ay, ay”. La bossa nova en Jacinta. Si Joao Gilberto la escuchó debe de haber llorado. En la hermosamente triste –¡esa guitarra, esas voces!- Tras de ti canta: “Tras de ti quedaba, me vi/Miraba la nada, sentí/Que te ibas yendo sola y sintiendo que el miedo es tiempo”. De cada uno de esos géneros hizo una lectura propia y los llevó más allá. Un aire triste, melancólico pero juguetón y aniñado cruza toda la obra. Una saudade de autor.

Una vez que terminaron las sesiones Píriz empezó a trabajar con ellas. Con todo ese material hirviente de belleza. Lo ordenó e hizo encajar lo desperdigado. El resultado está ahí: una obra monumental. El periodista uruguayo Fermín Méndez comenta: “Píriz hizo algo fundamental: no traicionar la esencia musical de Mateo”. Tuvo, además, el buen tino de dejar algunos diálogos divinos. El clásico “Bo, Píriz, cualquier cosa, me entendés, dejala ir igual”. Además del toque característico de la guitarra y del canto, hay que señalar otra cosa: las percusiones son exquisitas.

El propio Jaime Roos supo decir: “Antes de Mateo, la nada”. Entonces, siguiendo la afirmación del Maestro, se puede decir que en la música uruguaya hay un antes y un después: AM/DM. Así, entonces, el libro Razones locas es la Biblia. Lectura obligatoria si de música rioplatense se trata. El santo grial de la música charrúa puede ser que tenga no tres, sino cuatro nombres: Alfredo Zitarrosa, Hugo Fattoruso, Jaime Roos y Eduardo Mateo. Y en uno de sus ápices está, claro, la figura y la tremenda obra de Mateo. La onda expansiva de su música -de su primer disco y de toda su obra- sigue corriendo.

Por nombrar sólo algunos y algunas, a ambas orillas del gran río marrón: Mandrake Wolf, Fernando Cabrera, Martín Buscaglia, Ezequiel Borra, Juana Molina, Lucio Mantel, Botis Cromático. En la contratapa del disco se lee, justo encima de unas clásicas fotos de él: “Todas las guitarras, toda la percusión, todas las voces, toda la música, toda la poesía: Mateo”. Así fue, aunque hay que señalar que el Quinteto Cantares aporta los coros Tras de ti y Horacio Molina (padre de Juana) hace lo propio en Niña. Fue un divagante, un loco, un genio. Intrépido, insoportablemente lúcido, ingobernable.

Entonces, ¿cómo ha de haber sonado el Big Bang? Quién sabe. Pero estas canciones bien podrían tomarse como la banda de sonido del chasquido de Dios o del nacimiento del mundo. No hay pruebas, pero ¿quién se animaría a ir en contra de semejante belleza? Es un mito, pero vale seguir haciéndolo circular porque es hermoso. En un momento de la grabación Mateo dijo: “Me voy y ahora vuelvo”. No volvió. El resto ya es historia.

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