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Algunas hazañas poco recordadas

Muchos hechos heroicos sucedidos a la largo de la historia han sido tragados por el agujero del negro del olvido. Cada tanto, algún investigador hace la justicia de recordarlos.

El español Fermin Leguia ya había dado reiteradas pruebas de valor como guerrillero, bajo las órdenes del general Francisco Espoz y Mina. Pero, una noche, decidió actuar por su cuenta conforme a un plan cuidadosamente estudiado. Con quince hombres de su temple, el 13 de marzo de 1813 salió de Vera, decidido a conquistar el castillo de Fuenterrabia, hasta ese momento ocupado por los franceses. Amparándose en las sombras, escaló no sin esfuerzo el alto muro del fuerte. Una vez arriba, sorprendió al centinela, lo neutralizó y se apoderó de las llaves del castillo; franqueó la entrada de sus hombres, quienes cayeron como una tromba sobre los artilleros franceses que había allí: clavaron los cañones, tiraron al mar las municiones, tomaron todas las armas que podían cargar y se llevaron la bandera. Seguidamente, prendieron fuego el castillo por tres lados. El incendio determinó que acudiesen a toda prisa un destacamento de gendarmes de la guarnición de Fuenterrabia, al que resistieron heroicamente. Finalmente, sanos y salvos, regresaron a las filas españolas. El general Espoz y Mina lo nombró coronel por esta acción. Lo cierto es que sus ideas liberales lo obligaron a buscar refugio en Inglaterra. Dicha hazaña se considera única en la historia militar española.

Ciento cincuenta hombres del regimiento de Caballería de la Princesa, creado bajo ese nombre en 1833 en honor a la princesa Isabel II, cargaron sobre el flanco de las fuerzas carlistas, que ascendían a once mil infantes y mil doscientos jinetes. Atravesaron como un alud las imponentes filas enemigas, sembrando el pánico por doquier, hasta el extremo de hacer posible que el jefe de aquellos centauros, con solo los ocho hombres que le quedaban, tomara prisioneros a cuantos carlistas fueran incapaces de correr más que los caballos de los húsares. Así ganó este regimiento la segunda corbata de San Fernando.

Defendiendo una proposición para abolir la pena de muerte por cobardía en caso de guerra, Herbert Morrison reveló en la Cámara de los Comunes una historia extraordinaria a propósito de la Primera Guerra Mundial: después de dos días de privaciones, un sargento y cuatro soldados ingleses, separados completamente de su ejército, decidieron alcanzar las líneas enemigas y rendirse. En el camino se encontraron a cuatro soldados alemanes capitaneados por un suboficial y, al levantar las manos ante ellos, vieron con natural sorpresa que los alemanes hacían lo propio. Los alemanes también querían rendirse y, ya en un solo grupo, se jugaron a cara o cruz ante cual harían su rendición colectiva. La cara era el ejército británico y la cruz el ejército alemán y, como ganó la cara, el sargento inglés les entregó cuatro alemanes a su ejército, hecho que fue considerado heroico y que le valió una condecoración. Lo cierto es que Morrison contó esta anécdota para demostrar la poca diferencia que existe entre los actos de heroísmo y los de cobardía.

El periodista y escritor Julio Camba refirió que, una vez, un español paseándose por Londres, a orillas del Tamesis, vio una figura humana que se ahogaba, chapoteando con desesperación en medio de la corriente. Inmediatamente, se quitó la chaqueta y se lanzó de cabeza al agua. Pero no sabía nadar y pronto hubo dos personas en trance de ahogarse, y se hubieran ahogado indefectiblemente de no acertar a pasar por allí un policía que los puso a salvo. La recompensa para estos casos de heroísmo se le otorgó al policía. Sin embargo, Camba se pregunta: ¿Quién fue el verdadero héroe, el que se lanzó al agua en cumplimiento de su deber o el que se tiró de cabeza impulsado solo por sus sentimientos y sin saber nadar? En la iglesia de los benedictianos, en la Alta Baviera, existe un original y bellísimo púlpito que se inspiró en la proa de un antiguo galeón. Según la tradición, fue instalado en dicha iglesia para conmemorar la victoria que las flotas aliadas, bajo el mando de don Juan de Austria, alcanzaron en Lepanto. “La más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos y esperan ver los venideros”, tal como lo reseñó Miguel de Cervantes en su libro Novelas ejemplares.

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