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Cuando había zoológicos humanos

Hace poco más de un siglo estuvo de moda, en muchas partes del mundo, zoológicos donde se cobraban entradas para ver exhibidos seres humanos.

El alemán Carl Hagenbeck reunía la doble condición de zoólogo y director de circo. Su padre, cazador, se dedicaba a co­merciar animales con los principales zoológicos del mundo. Carl, a los 20 años, se dedicaba a vigilar la colección de animales salvajes que su padre aún no había logrado vender. Pero un día, concibió una idea que revolucionaría las estructuras de los zoológicos. Pensó que, para un ser humano, no hay nada más atrayente que ver encerrado a otro ser humano que sea muy diferente en su aspecto y su cultura. Y no se equivocó. Sus zoológicos humanos lograrían gran éxito y tendrían muchos imitadores.

Carl Hagenbeck inauguró su primer zoológico humano en 1874. Se trataba de lapones y samoanos exhibidos en un microclima artificial de tiendas, trineos y hasta una pequeña manada de renos. El zoológico montado en Hamburgo estaba siempre rebosante de curiosos que iban con sus familias para solazarse en las grandes “diferencias” que los apartaban de esas criaturas en exhibición, a quienes arrojaban alimentos de todo tipo. El éxito fue tan grande, que el visionario Hagenbeck se vio obligado a llevar su “espectáculo” de gira por toda Alemania.

La idea de Hagenbeck no era original. El primer zoológico humano del que se tenga registro existió en México y fue creado por Moctezuma, que disponía de una enorme colección de animales salvajes, mezclados con personas que él consideraba extrañas y dignas de ser exhibidas y catalogadas, como albinos, jorobados y enanos.

La empresa de Hagenbeck fue creciendo y contratando personal para viajar por todo el mundo en busca de rarezas humanas. Así, en 1876, pudo armar un zoológico con integrantes de una tribu de la nación Nuba, provenientes de Sudán, y poco tiempo después hizo lo propio con esquimales traídos de la península del Labrador. Los “salvajes” eran un espectáculo que despertaba una insospechada curiosidad y una rentabilidad que batía todas las previsiones. La entrada valía el doble de las que cobraban los zoológicos de animales.

Hagenbeck se jactaba de la prolija simulación del hábitat natural en la que hacía moverse a sus criaturas. Ese, decía, era su gran aporte científico, ya que permitía al público conocer a esas civilizaciones en su ambiente nativo. Pese a la pátina científica que quería darle a sus zoológicos humanos, lo que Hagenbeck sostenía era una muy redituable industria del entretenimiento basada en la degradación de otros seres humanos.

En la mayoría de los casos, la relación de Hagenbeck con las personas exhibidas era de carácter contractual. La paga era ínfima en relación con las ganancias obtenidas. Pero muchas veces ni siquiera existía contrato, sino, crudamente, secuestro, como ocurrió con integrantes de la etnia káwesqar, que fueron capturados en el sur de Chile, e ingresados clandestinamente en Alemania, para ser exhibidos en jaulas, sin discriminar entre hombres, mujeres y niños.

Hagenbeck tuvo muchos seguidores en el mundo, principalmente en Europa, quienes continuaron esta bochornosa práctica aun muchos años después. En 1958 se inauguró la Exposition Universelle et Internationale de Bruxelles, bajo el lema de fraternidad, equidad e innovación para el mundo futuro. En la oportunidad, Bélgica hizo una exhibición de familias africanas, encerradas tras rejas de bambú, para que el público pudiera acercarse a acariciarlas y darles de comer. La exhibición fue visitada por más de 41 millones de personas. No se conoce que haya habido protestas públicas. El escritor argentino Mauricio Kartun, escribió en los 80 una obra sobre el tema, llamada Pericones. Durante el proceso de escritura estudió profundamente sobre el asunto: “Las historias alrededor del fenómeno son aterradoras. Se llevaba siempre un contingente numeroso porque buena parte moría en el camino. En Europa, eran exhibidos como salvajes para mayor teatralidad, a veces —como en Berlín— en zoológicos, y era común mantenerlos en teatral falta de higiene y hasta obligarlos por contrato a comer públicamente carne cruda como parte del espectáculo. A veces la gira fracasaba y los exhibidos quedaban abandonados a su suerte en un lugar del que no conocían absolutamente nada. Volvían siempre muchos menos de los que habían partido y muchas veces gracias a la caridad”.

Carl Hagenbeck murió el 14 de abril, de 1913, mordido por una serpiente venenosa de su zoológico de Hamburgo.

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