Cultura

Cuando Villa Gesell era una tierra prometida

Todos los caminos de la “contracultura” de la década del 60 condujeron a una pequeña ciudad costera que cambiaría para siempre.

En el bar de una de las playas de Villa Gesell había un eslogan inscripto para desa­fiar el tiempo: “El balneario que se recomienda de amigo a amigo”. A partir de la década de los 60, la Villa se transformó en un rito iniciático para la juventud: el sitio emblemático en el que los jóvenes experimentaban por primera vez viajar sin sus padres, estrenar su independencia en compañía de novia o amigos.

No todas las pasiones comienzan con una flecha; algunas son hijas del rechazo, de un repudio que poco a poco cambia de signo. El hippismo experimental, históricamente marginado, encontró en aquella ciudad la arena prometida de un futuro por hacer, lejos de la alienación urbana y de la vejez ­prematura entrañada en la palabra “adultez”.

Villa Gesell fue fundada el 14 de diciembre de 1931 por don Carlos Idaho Gesell (quien la bautizó con su apellido) como hito para comenzar su obra titánica de forestar los médanos que había rentado. De modo que en esa zona de arena ­desértica y ventosa, con la obstinación de un visionario, se propuso crear una ciudad turística, como entregado a una poderosa tarea de reparación: amplias playas, mar, árboles plantados a mano y, sobre todo, tranquilidad.

En el horizonte de ese páramo se erigieron grúas como tulipanes de metal que descargaron toneladas de productos a granel. La tierra ganada al agua, el viento convertido en electricidad: desde tiempos lejanos, los primeros habitantes de Gesell se habían mostrado hábiles para operar sobre elementos muy adversos y terminar conquistándolos a su favor.

A comienzos de 1952, el Che Guevara eligió Villa Gesell como la primera escala de su primer viaje en motocicleta por Latinoamérica, el mismo que inspiró la famosa película Diarios de motocicleta, protagonizada por Rodrigo de la Serna.

En aquella época, jóvenes de todos los países, desde Norteamérica hasta el Cono Sur, se rebelaron contra la sociedad de sus mayores y emprendieron una ardua búsqueda de nuevas experiencias. A través de iniciativas que bregaron por la no violencia y la vindicación de los valores de la espiritualidad, se intentó cimentar un mundo libre de los estragos tecnológicos y la ­deshumanización del dinero. Villa Gesell fue el testigo privilegiado de esa página inolvidable de nuestra historia, cuyos ecos aún resuenan.

Primero con los Beatles y los Stones, y luego con lo que sería el núcleo inicial del rock nacional diciendo sus primeras palabras con las canciones de Pipo Lernoud, Moris, Javier Martínez y Miguel Abuelo, se consolidó uno de los signos de identidad más fuertes de la juventud de los sesenta: el rock. Todo ese impulso rebelde y visceral rápidamente fue monetizado por la industria del espectáculo, organizando conciertos multitudinarios en los balnearios de la Costa Atlántica.

Una larguísima sucesión de ­creadores mantuvo la llama sagrada del hippismo y siguió dando testimonio de su inagotable y vigorosa riqueza artística. Villa Gesell siguió manteniendo cierto relumbrón de promesa, de vida alternativa: “Uno vive acá más en profundidad, no es casual que un artista plástico elija venir acá, que un músico elija venir acá, que un escritor elija vivir acá”, dijo alguna vez Guillermo Saccomanno.

Cuando la utopía hippie se desvaneció, cuando el paso del tiempo hizo que la velocidad y el éxito se hicieran modelos, en medio de todo ese desborde, Gesell jamás perdió su esencia, aquella que solo podría buscarse en la magnificencia del mar.

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