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De canillita a pintor de fama internacional

Julio Le Parc es uno de los pintores argentino más celebrado en el mundo, creador de nexos entre artistas latinoamericanos.

Segundo hijo de una familia obrera (su padre era ferroviario), Julio Le Parc nace el 23 de septiembre en la ciudad de Mendoza, provincia de Mendoza, al pie de la Cordillera de los Andes, a 1.100 kilómetros de Capital Federal. Durante su niñez se la pasaba dibujando retratos de hombres ilustres y mapas ilustrados; aunque a los 13 años tuvo que comenzar a trabajar en forma regular repartiendo diarios, ya sea como aprendiz de reparaciones de bicicletas y luego en un taller de embalajes para frutas.

Desde que entró a la Escuela de Bellas Artes, a los 15 años, se interesó por el arte de vanguardia, sobre todo por el arte-concreto-invención que lideraba Lucio Fontana. Después se abocó a la crítica del constructivismo y formó parte del Group de Recherche D´Art Visual. Durante todo ese tiempo su obra, hecha de máquinas, estuvo en los límites más o menos definidos del arte cinético.

La máquina, como símbolo de los tiempos modernos, pareció ser uno de sus leitmotiv. Sin embargo, a partir de 1966, cuando ganó el gran Premio de la Pintura de la Bienal de Venecia, se mantuvo en el acrílico y la tela. Aunque esas telas citaran, permanentemente, fragmentos de aquellas máquinas que construía. Algunos aseguraban que Le Parc había elegido una denigración del hecho maquinista. Pero no: en realidad, sus planteos necesitaban ser resueltos con motores, con interruptores que hicieran andar motores que movieran el aire. En ningún momento esos elementos reemplazaron a la pintura, que tenía otros códigos de búsqueda.

Lo cierto es que trascendió aquellos límites cuando fue convocado por el gobierno cubano para dictar talleres creativos. Fue un trabajo que le habían encargado después de haber visto una experiencia similar suya en España. La idea consistió en crear vínculos en el interior de América Latina, una multiplicación de talleres en diversas ciudades; el objetivo era que en diez meses hubiera diez artistas y que cada uno dirigiese un taller con jóvenes. Así empezaron con un taller de trece pintores cubanos a los cuales se agregaron muchos estudiantes. Después se plegaron los abuelos y los niños del barrio. Trabajaron con los medios técnicos y materiales que podían encontrar. “Fue sobre todo un trabajo de reflexión colectiva y de confrontación a partir de propuestas individuales”, diría Le Parc.

Su clara intención de crear vínculos entre los países latinoamericanos, el hecho de que realizara talleres en un país especialmente cuestionado como Cuba, tenía una clara definición política: “A veces sucede que uno no quiere saber nada de lo político- sostiene Le Parc-, pero lo político sabe de uno. Hay usos políticos que se hacen de las situaciones del artista. Por más que el artista se diga neutral, o independiente de las luchas ideológicas, el contexto social lo trabaja, lo define. Como ser viviente insertado en la sociedad, los autoritarismos definen y dan necesariamente un corte político al trabajo del artista”.

Le Parc participó de congresos teóricos, viajó, firmó manifiestos, y su obra fue también una respuesta a esos autoritarismos. Sin embargo, el planteo artístico según su punto de vista no pasa obligatoriamente por la denuncia periodística, o a través de una representación de imágenes de las injusticias, sino que su trabajo busca desmenuzar el mecanismo en el cual está insertado el hecho artístico, que tiene su prolongación en esas arbitrariedades que en el otro campo se traducen en hambre y desocupación. Si uno analiza en detalle, aseguró Le Parc, llega a entender por qué el artista, como ente abstracto, es sobrevalorado, y al mismo tiempo se trata de la obra de arte como algo particular y diferente que establece distingos dentro del medio artístico, igual que el sistema de valorizaciones que rige a nivel social.

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