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El Premio Nobel que aprendió todo de un analfabeto

José Saramago reveló en sus obras la belleza y el horror de la condición humana, pero las primeras lecciones se las dio un hombre que no sabía leer ni escribir.

El ganador del Premio Nobel de Literatura de 1998, José Saramago, recién a los 19 años pudo comprar su primer libro con dinero prestado. En esa época, había que cuidarse muy bien de lo que se decía delante de otros. La dictadura de su país, así como su origen humilde, lo habían privado de uno de los conjuros que le cambiaría la vida. Pero una vez que encontró a la literatura, ya no pudo salirse de ella. Nació en Azinhaga, un pequeño pueblo a 90 kilómetros de Lisboa. La precaria situación económica familiar lo obligó a abandonar sus estudios, trabajó de cerrajero, ayudante de mecánico y traductor.

Decía que el hombre más sabio que había conocido en su vida no sabía leer ni escribir. Era su abuelo materno, que vivía en el campo, y que cuando lo iba a visitar, le poblaba la noche de historias, leyendas, apariciones, asombros y antiguas palabras, que permanecerían como un incansable rumor en la memoria de su nieto.

En 1969, se hizo militante comunista y participó de la Revolución de los Claveles, una histórica sublevación popular que puso fin a 40 años de dictadura en Portugal. No obstante, los vaivenes políticos de su país le impidieron ejercer el periodismo y fue entonces que, a los 52 años, se volcó de lleno al oficio de escritor. Desde sus comienzos, la historia fue una de sus preocupaciones, tal vez la principal. Sin ir más lejos, a veces se preguntaba si no era un historiador frustrado: “La historia se me presenta como algo inacabado, algo que dice apenas una parte de lo que ocurrió, y esa sensación de cosa incompleta me ha llevado a decir que quiero corregir la historia. Eso quizás no sea exacto, pero sí quiero rescatar algo de lo que quedó afuera”.

Para José Saramago, la literatura no tiene por qué ser fácil ni sencilla. Pensaba, en cambio, que hay que tener confianza en la inteligencia y sensibilidad de los lectores y que, a veces, el desafío de enfrentarse con una obra compleja es más atractivo. La prueba más contundente la halló en uno de sus libros, El año de la muerte de Ricardo Reis (nombre de uno de los heterónimos de su compatriota, Fernando Pessoa). El libro fue un éxito inusitado, las razones quizás están en que Fernando Pessoa es muy leído en Portugal y porque las referencias culturales de las que la novela está llena son relativamente familiares para los habitantes de ese país. Pero la novela también tuvo éxito en otros continentes. “Lo que me lleva a pensar que es una equivocación decir Este tema es muy local, no tiene carácter universal, porque lo de Fedor Dostoievski sería una literatura local, y a pesar de eso es clásico universal”.

Desde su primera novela, Tierra de pecado, Saramago, cuando aún era un introvertido joven de 24 años, necesitó escribir como si tocara música. Así explicó que, a la hora de escribir, la música parece lineal, una nota detrás de la otra. Pero a la hora de hacerla sonar, se expande, no nos llega en línea recta. En ese sentido, su discurso narrativo debe ser envolvente: “En la Novena de Beethoven, en el último movimiento, cuando los violoncelos y los contrabajos anuncian el tema que se va a cantar, la música se vuelve palabra. En esa parte, la música está hablando. Y cuando escribo, a veces, me doy cuenta de que ya dije todo lo que tenía que decir en la frase y que, sin embargo, tengo que agregar dos o tres palabras más porque el tiempo musical quedó inconcluso. Y las agrego”.

José Saramago sostuvo que descubrir cuáles son sus límites es parte esencial del oficio del escritor. Aprender del error, sabiendo de todos modos que al error no podremos escapar jamás. Si tenemos un sentido de la relatividad de las cosas, explicaba, no creemos en la verdad aunque la necesitemos en pequeñas dosis para vivir. Entonces los errores no se presentan como algo catastrófico, irremediable: “Si yo propusiera algo, sería esto: tomarlo todo en serio pero no dramatizar nada”. Por eso, en todos sus libros emerge una sombra feroz: la ironía, que en el fondo no es más que una costumbre saramaguista de dar vuelta todas las cosas para saber qué hay detrás.

Cuando en su obra más parece que se divierte con cosas fantásticas, más cerca aún está de bordear la realidad, expresarla con más fuerza, mediante recursos que a primera vista no tienen nada que ver con la observación de lo real. Antes bien, manifestaba: “Si estoy en una torre con muchas ventanas y quiero saber lo que pasa tengo que mirar por todas las ventanas, no ponerme delante de una y decir Esto es la realidad”.

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