cultura

Gilda, una devoción popular

La icónica cantante de cumbia supo ganarse el corazón de un público inmenso que, a partir de su trágica muerte, la erigió en santa del pueblo.

Dos de los mayores músicos populares que dio la cumbia en nuestro país murieron en accidentes automovilísticos, en plena juventud y en medio del éxito: Rodrigo y Gilda. Ambos fueron celebrados multitudinariamente en vida y se les rinde culto post mortem.

Myriam Alejandra Bianchi nació en el barrio de Villa Devoto - Buenos Aires- el 11 de octubre de 1962, hija de un empleado público y una profesora de piano. Fue maestra jardinera hasta los 31 años. Luego decidió dedicarse de lleno a la música, al comprobar la creciente adhesión que provocaban sus actuaciones. Diez años antes se había casado con Raúl Cagnin, un empresario que veía su vocación de cantora como una veleidad que debía olvidar para ocuparse de formar una familia. “No me arrepiento de este amor”, cantaría Gilda años después, cuando el matrimonio había quedado sepultado en el pasado y la música era un vendaval muy parecido a la felicidad.

La primera vez que subió a un escenario con la intención de volverse una cantante profesional fue a los 28 años. Un año después conoció al Toti Gimenez, quien había sido tecladista de la banda de Ricky Maravilla. Gimenez le propuso a Gilda que fuera una de las cuatro cantantes de su grupo “La Barra”. El productor de la empresa discográfica vio en Gilda a alguien capaz de iniciar una carrera solista, apostó por ella y en muy poco tiempo se volvió una estrella de las bailantas y la música tropical. Había algo distinto en ella, algo que hacía que público le atribuyera ciertos poderes especiales. Era común ver en sus recitales a madres que les acercaban fotos de sus criaturas enfermas para que obrara sobre ellos un milagro. Las primeras veces le provocó sorpresa y miedo, luego fue naturalizando esa necesidad de ver en ella a alguien capaz de ser depositario de esa esperanza irracional que muchas veces es necesaria para seguir adelante. Ella jamás lucró con esa confianza sobrenatural ni se envaneció públicamente porque se la tomara como a un ser especial. Se dice que el primer milagro se produjo en Jujuy. Una abuela que llevaba en brazos a su nieta, se acercó en San Salvador hasta el micro de la cantante y le pidió que intercediera por la madre de la criatura. Gilda le dijo que no hacía milagros, pero que la música es una gran medicina. A partir de entonces la música de Gilda comenzó a sonar en la pieza de la convaleciente, quien, a los pocos días, recuperó su salud. La imaginación popular fue aderezando la anécdota hasta darle trazos de leyenda.

En la década del 90 el fenómeno bailantero estaba en su apogeo, y Gilda era una de las artistas más convocantes. Su madre, Tita, que miraba con recelo todo lo que se cocinaba en las trastiendas de los recitales de cumbia, acompañaba a su hija a todos los recitales. Fue por eso que ese fatídico 7 de septiembre de 1996, en la ruta 12 camino a Concordia, cuando un camión embistió al micro en el que viajaba todo el equipo de Gilda, murieron la cantante, su madre y su hija.

Poco antes de morir, ella había declarado en un reportaje que extrañaba sus años de maestra jardinera: “Me quedó pendiente, pero pienso que algún día volveré. No se puede hacer todo, esta es una carrera muy tirana respecto a los tiempos y a la dedicación”. Además, había dicho que su cantante preferida era Gal Costa, y que Carlos Gardel era el mejor cantor argentino. Hacia el final de la nota agregó: “Cuando uno pierde expectativas es como morirse, tengo muchas cosas que están en veremos, que me gustaría realizar”.

Luego de su muerte, la venta de sus discos se multiplicó exponencialmente hasta alcanzar discos de oro y doble platino. El periodista Alejandro Margulis escribió su biografía, se estrenó una obra de teatro sobre su vida, la actriz Natalia Oreiro la encarnó en la película Gilda, se hizo una miniserie de trece capítulos próxima a estrenarse, y proliferaron los testimonios de milagros adjudicados a la intercesión de esa cantante espontáneamente beatificada por el pueblo. Un culto alimentado por ofrendas y promesas que los desvalidos y desesperados siguen tributándole a quien tanta alegría les dio en vida.

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