CULTURA

Juan Carlos Castagnino: un maestro de la pintura nacional

Sus cuadros dieron la vuelta al mundo, no solo mostró los paisajes de su Mar del Plata natal, sino también los diversos modos de la injusticia y la desigualdad.

Se recordaba a sí mismo subido a un carro, sentado en el pescante al lado de su padre. Era en la Mar del Plata de comienzos del siglo XX. Los caballos de tiro, azuzados por el hombre que los golpeaba en el flanco con una fusta, empujaban desde la arena a los barcos encallados. El niño, sobrecogido por el espectáculo, observaba cada detalle de la escena sabiendo que, al llegar a su casa, iba a intentar reconstruirla en un papel. Ese niño se llamaba Juan Carlos Castagnino.

Nació en Mar del Plata el 18 de noviembre de 1908, a los 19 años fue a Buenos Aires, estudió en la Escuela Superior de Bellas Artes de la Nación Ernesto de la Cárcova y profundizó su formación en los talleres de quien consideró su maestro, Lino Enea Spilimbergo, y a comienzos de 1939 viajó a Europa para aprender algunos secretos de la pintura al lado de Pablo Picasso.

El mar y los caballos lo acompañaron a lo largo de toda su obra: óleos, dibujos, acuarelas y acrílicos. Allí, sus compañeros de infancia galopan o pastan o miran hipnotizados de inmensidad el horizonte. También el misterio del mar suele aparecer detrás de unos médanos, o como adivinando el rumor de fondo: “No se imagina lo que el mar significa para mí. El mar, cuando hay tormenta, es siempre un espectáculo maravilloso en materia de color y movimiento”. Juan Carlos Castagnino comenzó a pintar junto al mar, las primeras cosas las pintaba sobre las rocas: “A los 14 o 15 años llevaba mis cajitas a la costa. Y recuerdo que por ahí, por el cabo Corrientes, había un pintor que me llamaba muchísimo la atención. Después lo reconocí en revistas: era Fernando Fader”.

De chico estuvo empleado en la galería de arte Witcomb. Llevaba los chasiretes de los fotógrafos, cuando la casa estaba en la rambla vieja. Witcomb alquilaba grandes estudios para los más renombrados artistas. Un día llegó el austríaco Ziegel, un retratista muy famoso. La señora de Witcomb, entonces, le encargó que le arreglara el taller, que daba a la rambla, y que le oficiara de secretario. Así aprendió a limpiar su paleta, verlo trabajar y, claro, quedarse con las pinturas que sobraban. Pasaban cosas, algunas graciosas: “Recuerdo que una vez Sir Erich Ziegel pintó un retrato del obispo de Buenos Aires, Copello. Y como el estudio estaba lleno de otras obras valiosas, una vez que se expusieron varias de ellas cometí el error de colocar un desnudo horizontal debajo del retrato del obispo. Fue un escándalo”.

Cuando llegó a Buenos Aires, hizo una muestra en 1927 bajo el título “Cardos y mar”. Lucien Simon, un pintor bretón que era vicedirector de la Escuela de Bellas Artes de París, se sorprendió con la similitud de Mar del Plata con la Bretaña a través de sus cuadros. Allá los percherones también tiraban de las barcas. Le gustó el movimiento que los caballos tenían en los cuadros de Castagnino, y el tratamiento pictórico que daba a las playas. Le ofreció una beca en París.

Para Juan Carlos hacer una pintura nacional no requería ningún esfuerzo si el artista está consustanciado con su pueblo: “Hay dos polos en la visión de un artista: lo universal y lo local; es decir, los elementos con que se trabaja. Yo creo que lo nacional surge del ­tratamiento, con un lenguaje universal, de elementos, personajes y cosas que hay alrededor de uno”.

Ningún artista está vencido

A fines de la década del 20 ingresó al Partido Comunista. Su pintura deja de ser contemplativa, se vuelve más ideológica, polémica. Sigue presente el mar, pero ahora con otra mirada: “Mi serie de los veraneantes lo demuestra: es el hombre que viene de la alienación, de la fábrica o la oficina, a buscar tranquilidad, un descanso que no consigue”.

Sentía que tenía que intervenir con su opinión acerca de las cosas que pasan, lograr un arte que fuera un aldabonazo en la conciencia de las mayorías populares. Decía que la función del artista es “utilizar todos los elementos nuevos que se puedan aprovechar. El arte representativo, tradicional, no está muerto. Lo que está perimido es aquella forma de relacionar la obra con el contorno social. El artista que quiere comunicarse no está vencido. Y debe aprovechar todos los elementos posibles que estén a su alcance. Así como el cine, que es el más poderoso medio artístico, aprovechó las técnicas de composición plástica, la pintura tiene que apoyarse en la forma fílmica, o sea el movimiento. Tiene que romper las imágenes tradicionales para traer a primer plano elementos de expresión o narrativos”.

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