La historia de Casimiro, el custodio fiel de “La placita de los colores”

Rodeada de hamacas, calesitas, toboganes y árboles, la estatua de Casimiro, cerca de las vías del tren sobre la avenida 31 y 68, es testigo de una historia de amor y de juegos, de miles y miles de niños que disfrutan de un espacio verde lleno de esfuerzo y solidaridad.

Por la ventana de la casa de la familia Aversa, sobre la avenida 31 y 68, se puede observar cómo un niño acaricia la estatua de un perro que se encuentra en medio del pequeño parque. La escena es cotidiana, muchos se sacan fotos y juegan a su alrededor.

En esa casa una tarde de 1989 mientras festejaban el cumpleaños de uno de sus integrantes, Casimiro, un perro callejero que habían adoptado de cachorro y traído de Punta Lara, falleció envenenado por un individuo anónimo que había matado a otros animales del barrio. Ese momento de dolor sería el punto de partida para una gran obra de amor.

Tras la muerte de su mascota, Carlos Aversa, el otro protagonista de esta historia, decidió enterrar a su fiel amigo en el descampado que había enfrente de su casa, donde Casimiro corría todos los días. Al poco tiempo un amigo del dueño hizo el monumento de Casimiro, y la rambla que era utilizada como un basural comenzó a transformarse en un espacio de encuentro y diversión.

“Mi viejo plantó árboles, arreglaba los juegos”, le contó a diario Hoy Amadeo, uno de sus tres hijos. Carlos, desde ese día y hasta hace algunas semanas se hizo cargo del lugar. “Plantó cinco sauces más, eso fue lo último que hizo”, dijo. El mes pasado, víctima de la pandemia que golpea al mundo, el creador de “La placita de los colores”, volvió a llenar de tristeza el barrio. Sara, su esposa, a pesar del dolor, por suerte se encuentra bien.
Amadeo también recuerda el paso del tren, que ahora quizás pueda volver a transitar. El sueño, cuenta, es que haya una parada allí y que la estación lleve el nombre “Carlos Aversa”, el fundador.

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Cuando Carlos ponía las primeras plantas, a principio de los 90, les colocaba estacas para favorecer el crecimiento, que eran pintadas de diferentes colores con la ayuda de los vecinos. Los frentistas del barrio junto a sus nietos, en una votación, decidieron el nombre: “La placita de los colores”.

Todos los años, hasta hace poco tiempo, se festejaba el Día del Niño, donde se sorteaban bicicletas, cientos de juguetes y se realizaba todo tipo de actividades, como la carrera de embolsados, el huevo en la cuchara, entre tantos otros.

Todos los gastos se solventaban con la ayuda de los vecinos y los comerciantes de la zona. Se llegaban a sortear hasta 10 bicicletas y más de 700 juguetes, además de que tanto los chicos como los grandes disfrutaban de una merienda donde siempre había chocolates, tortas y facturas. Pero, sin duda, el regalo más importante era la sonrisa de todos los que participaban.

Todos en el barrio colaboraban para mantener vivo el lugar. Hoy en día, hay algunas cosas que podrían mejorar con un poco de ayuda. Algunos juegos necesitan repararse y hay algunos problemas de iluminación. Con un poco de voluntad de quienes quieran seguir dándole amor al proyecto, el pequeño parque que se hizo de grandes corazones mantendría su esencia.

Un espacio verde que nació de la tristeza, que se llenó de colores gracias a los vecinos y a los niños y niñas, y que quizás, si el sueño se cumple, pueda convertirse en la “Estación Carlos Aversa”.

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