Luis Federico Leloir, la ciencia como forma de hacer patria

Este argentino nacido azarosamente en París fue el primer iberoamericano en recibir el Premio Nobel de Química.

Estaba sonando el teléfono de la casa, pero él salió a la calle, su hija estaba apurada y el auto no arrancaba. Apoyó las palmas de las manos sobre el Fiat 600 e hizo fuerza, hasta que el motor tosió dos o tres veces, y finalmente arrancó. La hija aceleró y lo saludó sacando la mano por la ventanilla. El teléfono seguía sonando. Atendió. Era el 27 de octubre de 1970. Lo llamaban desde Suecia para avisarle que había ganado el Premio Nobel de Química.

Una innovación nunca surge de la nada, sino que requiere un escenario adecuado con reglas, tradi­ciones e instituciones que la posibilitan. Todo ese engranaje, de na­turaleza invisible, es el paisaje que mejor define a un hombre apasionado e introvertido, con la tozudez necesaria para ver lo que nadie había visto antes. Ese hombre era Luis Federico Leloir.

“Sentimos el orgullo de ser argentinos”, se leía en los titulares de los periódicos que habían ido a cubrir la ceremonia de premiación. En esa fecha, la ciencia argentina fue, por primera vez, noticia a nivel mundial: Leloir había recibido el Premio Nobel por su descubrimiento de nucleótidos azúcares y su papel en la formación de hidratos de carbono. Aunque realmente se lo estuviera premiando por el esfuerzo de toda una vida.

Leloir no tenía nada de extraordinario en el aspecto ni en su decir. Delgado, canoso, más bien bajo. A simple vista, era alguien que podía presentarse en cualquier parte sin despertar la mínima sospecha de su prestigiosa condición. Incluso, sus compañeros lo describían como alguien muy introvertido, muy tímido, muy humilde. Silvia de Chelala, la secretaria privada que lo acompañó durante más de 20 años, lo recordaba de la siguiente manera: “Hablaba poco, le gustaba mucho el cine, su gran diversión era trabajar. Cada día tenía el entusiasmo de un niño cuando se pone sus zapatillas de goma y se sienta con sus frasquitos”.

Ni siquiera después de recibir el Nobel se tomó las prerrogativas de un director. Nunca tuvo oficina, ni escritorio; podría haber tenido las paredes tapadas de diplomas y premios, pero prefería la austeridad. Fue un hombre de una vida muy metódica: todos los días llegaba a las nueve de la mañana, almorzaba en el instituto y volvía a tomar el té a las cinco de la tarde. Como un creyente convencido de que su futuro llegaría por prepotencia de trabajo.

Lo que distinguió siempre a este extraordinario científico fue su empeñó en ser él mismo. A finales de 1932, se recibió de médico en la Universidad de Buenos Aires y luego, con la intención de profundizar mejor sobre los procesos biológicos, se dedicó a la investigación en el Instituto de Fisiología de aquella casa de estudios, que por entonces estaba dirigido por Bernardo Houssay, el segundo en Argentina en recibir el Nobel, en 1947. El médico recién egresado aún no sospechaba que él sería el tercero.

El día que recibió la noticia del galardón, el doctor sintió que había perdido algo muy valioso: la privacidad. En un reportaje, le confesó al periodista Rodolfo Braceli: “¿Y no ve, amigo? He perdido la tranquilidad. Ustedes me van a ahogar. Mire, allí entran en tropel sus colegas: cámaras, micrófonos, cables. Dios mío, esto es para mí un sufrimiento. Se lo debo al premio”.

En Leloir siempre convivieron la capacidad de hacer las cosas y la sensibilidad para explicarlas. Trataba con mucho respeto a sus estudiantes y a los periodistas –que también oficiaban de alumnos–, y cuando detallaba sus hallazgos científicos exudaba una fascinación que a cualquiera de sus oyentes le quedaba pegada.

Cuando le preguntaron qué descubrimiento suyo más le interesaba, Leloir, en un gesto de automatizar la respuesta, contestó que el próximo, el que aún no había conseguido desentrañar. En su discurso el 10 de diciembre de 1970, en Estocolmo, manifestó: “El honor que he recibido excede de lejos mi expectativa más optimista. El prestigio del Premio Nobel es tal que uno de repente es promovido a un nuevo estatus. En este nuevo estatus me siento incómodo al considerar que mi nombre se unirá a la lista de gigantes de la Química como Van’t Hoff, Fischer, Arrhenius, Ramsay y Von Baeyer”.

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