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Un crimen que pasó a la historia

Charlotte Corday asesinó a uno de los hombres más prominentes de la revolución francesa, Jean-Paul Marat, en un acto que quedó inmortalizado en una pintura.

Eran tiempos del Terror en Francia, un estado de excepción que sobrevino a la revolución entre 1793 y 1794. Luis XVI y María Antonieta estaban supeditados bajo el poder de la Asamblea Nacional que se había constituido para hacer una Monarquía Parlamentaria, o sea, una especie de co-gobierno con los monarcas. Al menos esto es lo que se proponían los girondinos, la facción más moderada de los revolucionarios. En cambio, los jacobinos, que eran más extremos, no andaban con muchos miramientos: en octubre de ese mismo año -1793- finalmente rodarían las cabezas de los reyes bajo el temible artefacto ideado por Joseph-Ignace Guillotin.

Jean-Paul Marat era científico, médico y periodista, fundador en 1789 del diario El amigo del pueblo -un periódico que tenía un tiraje de 2.000 ejemplares- y, sobre todo, un político revolucionario del ala más dura de los jacobinos. Bajo su pluma, sucumbieron cientos de condenados; es quizás el hombre que más sentencias de muerte firmó en aquellos días.

Por su parte, Charlotte Corday era sobrina nieta de Pierre Corneille -considerado, por entonces, uno de los mayores poetas de la lengua francesa-, de familia noble pero empobrecida, al fallecer su madre ingresó como pensionista en el convento de la Santísima Trinidad de Caen. Poco tiempo después el convento fue clausurado y la acogió una tía suya; llevaba una vida muy solitaria, lo que no le desagradaba: se pasaba el día entero leyendo a los autores clásicos y sentía predilección por aquellos que ensalzaban el sacrificio por la libertad: Rousseau, Raynal y Plutarco, entre otros. Tan dueña de si misma como los héroes cornelianos, era girordina y se enteró con desesperación de la caída de la Gironda. El drama revolucionario, hasta entonces distante, adquirió de pronto para ella un valor vital cuando los proscriptos se refugiaron en Caen. Los escuchó y, comprobando la apatía de que daba muestras la población, concluyó que era preciso asesinar a Marat. Sin confiar a nadie su proyecto, tomó la diligencia de París que la dejó en la Plaza de las Victorias; se alojó en el hotel de la Providencia y adquirió por dos libras un enorme cuchillo de cocina. Luego alquiló un fiacre y pidió al cochero que la llevara al número 20 de la calle de los Cordeleros donde, en el primer piso, donde vivía el fundador de El amigo del pueblo.

Solicitó una entrevista para comentar una carta que ella misma le había escrito; pero la amante de Marat se negó dos veces a su petición. Regresó cuando caía la noche: Marat se encontraba en el baño, pero oyó la voz de Charlotte y llamó para que la hicieran pasar. Escuchó el rápido informe verbal de la joven y se limitó a responder que todos aquellos a quienes aludía pronto serían guillotinados. En aquel momento, Charlotte desenvainó su cuchillo y se lo hundió en la aorta. La muerte fue inmediata.

Charlotte Corday no intentó escapar y fue procesada cuatro días después. Sólo se limitó a confesar a sus interrogadores: “Sabía que estaba arruinando a Francia. Maté a un hombre para salvar a 100.000’. El valor tranquilo que mostró en el juicio impresionó a los espectadores”. La sentencia no podía ser otra que la guillotina, la cual fue cumplida ese mismo día.

Poco menos de cuatro meses después, el pintor Jacques-Louis-David, íntimo amigo de Marat, presentó la que se convertiría en una de las pinturas más icónicas de la Revolución Francesa y, quizás, la mejor y más famosa obra del artista: La muerte de Marat. El cuadro, de honda belleza dramática, causó gran impacto emotivo en su momento y sirvió para propagar las ideas antimonárquicas y consolidar definitivamente la instauración de la Primera República en Francia.

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