Cultura
El cine y la comida: la pantalla está servida
En muchas películas la comida ocupa un lugar preponderante. A veces, como mero modo de subsistir; otras, como celebración pagana de un rito.
En Artistas del teatro incendiado, una película del camboyano Rithy Panh, un hombre joven mete su mano en un agujero del techo y saca algo que, en un gesto rápido, guarda dentro de una bolsa de nailon que sostiene el padre. Algo pequeño, gris, movedizo: un murciélago. La bolsa se agita. En la escena siguiente padre e hijo despellejan los murciélagos cazados, les cortan las cabezas, las alas. Después los tiran en un wok lleno de aceite hirviendo, de tanto en tanto revuelven la fritura. Poco después, un grupo de hombres, entre ellos padre e hijo, comen de una olla un revuelto de arroz, vegetales y esas avecitas pequeñas de carne blanca. El joven cazador chupa un hueso que luego arrojará en un recipiente repleto de otros tantos huesitos pelados.
En Feos, sucios y malos, una película de Ettore Scola - de 1976-, Nino Manfredi, quien encarna a un menesteroso de los suburbios de Roma, entra a una mugrosa cantina próxima a su casa en compañía de una prostituta gorda. Entre los dos devoran un rabo de vaca con salsa. El placer con que comen la cola chorreante de jugos, acompañada por un vino barato, es proporcional al que les deparará el sexo que tendrán después.
En una de sus películas más célebres, Tiempos Modernos, Charles Chaplin, como empleado de una fábrica; es sometido a una máquina automática de comer para eliminar el tiempo destinado al almuerzo, maximizando de esa forma el tiempo dedicado a la producción. El vendedor de la máquina dice al patrón: “Alimente a sus trabajadores mientras siguen trabajando, elimine la hora del descanso, ya no la necesitarán.”
En otro extremo de la escala social, en La fiesta de Babette se muestra lo más sofisticado de la cocina francesa, elaborada en un pueblo luterano al que arriba una experta cocinera, sobreviviente de la masacre que aplastó el alzamiento de la comuna de París. La austeridad luterana es arrasada por la lujuria gastronómica mediterránea.
La gran comilona es una película franco-italiana de 1973, dirigida por Marco Ferrari, protagonizada por Marcello Mastroianni, Ugo Tognazzi, Michel Piccoli y Philippe Noiret -los personajes tienen los mismos nombres que los actores-. Son cuatro amigos que se reúnen un fin de semana en la villa señorial de uno de ellos para consumar un suicidio gastronómico colectivo. Una especie de pacto suicida en la que se elige la comida como arma mortal. Uno de los protagonistas de esta película -Ugo Tognazzi-, tiempo después publicará sus memorias, en las que dice: “Avidez, glotonería: palabras tontas, dictadas por la moral corriente, punitiva y masoquista. Cada cual es libre de hacer su elección, aun la de morir repleto de foie gras o consumido por los embates amorosos. Develemos estas dos sanas, grandes y materiales pasiones, durante demasiado tiempo recluidas en el gueto de la pecaminosidad; acerquémonos nuevamente y participemos del flujo ininterrumpido y secular de la baba, del esperma y de la mierda; recuperemos, en el caso de la comida en particular, una dimensión que se está desintegrando cada vez más, asediada por tropeles de envasados al vacío, de productos congelados y de comidas en lata”.