Cultura
El Gordo y el Flaco, dos tristes que nos hicieron reír
Una dupla imbatible a la hora de la risa, fueron mimados por la gloria, pero acabaron en la soledad y en el olvido de sus contemporáneos.
Perdidos en la bruma del tiempo, Stan Laurel y Oliver Hardy, de tropezón en tropezón, deambulan por todas partes sin llegar a ninguna. Aún es desopilante ver las antiheroicas historias de El Gordo y el Flaco, una dupla que siempre se reconoció en los condenados a la desgracia y que, sin la menor solemnidad, impuso un lema evidente: “No te tomes en serio nada que no te haga reír”.
Norvell Hardy nació en Georgia, Estados Unidos, en 1892. Su padre, Oliver Hardy, murió pocos meses después de su nacimiento. Su madre mantenía a la familia administrando hoteles y pensiones. En algún momento de su adolescencia, Hardy comenzó a usar el nombre de Oliver en honor a su padre.
Por su parte, Arthur Stanley Jefferson, quien luego sería conocido como Stan Laurel, nació en Inglaterra en 1890. Aunque tuvo una infancia relativamente tranquila, de niño sufrió mucho la soledad. Sus padres eran artistas itinerantes, se llevaban a sus hijos con ellos, excepto a Stan, que de niño era débil y enfermizo. Gran parte de su infancia transcurrió en la casa de sus abuelos.
Una disparidad infalible
Ambos mantuvieron carreras separadas hasta 1926, cuando acudieron al estudio del productor Hal Roach, quien, con ojo implacable, los convenció para que trabajaran juntos; antes se habían ganado la vida como actores de comedias sin demasiado éxito. Cuando entraron a su oficina, Roach leía un libro sentado en un sillón; sus largas piernas estaban sobre el escritorio y sus pies se apoyaban sobre un montón de carpetas. Le bastó levantar la cabeza y contemplarlos durante un instante para reconocer la clave de su próximo éxito: la perfecta explotación de la comicidad de sus físicos y caracteres contrapuestos era de una absurda verosimilitud.
El estreno de la dupla fue con The second hundred years (1927), donde Laurel y Hardy intentan escapar de la prisión realizando un túnel, pero se desvían y terminan en la oficina del alcaide de la prisión. Ya en la primera escena, el público había sido impactado por algo nuevo. La disparidad entre los personajes resultaba tan original que inmediatamente después serían contratados para hacer una segunda película.
En la vorágine de esos primeros años, todo parecía posible. El dúo era infalible: mientras Stan Laurel daba vida a un hombre de maneras y gestualidades torpes, Oliver Hardy interpretaba a un personaje serio y desesperado por evitar que su amigo los metiera en problemas. Por su parte, Roach sabía que era el momento ideal para exprimirlos y se aseguró de que ninguno de ellos fuera dueño de los derechos de autor, a pesar de que tomaban un papel muy activo en los guiones y dirección de sus películas.
La caída
La década del 30 fue la mejor etapa profesional para la pareja de comediantes. El público los amaba, pero ellos regresaban agotados cada noche: eran jornadas maratónicas. Su primer largometraje, De bote en bote (1931), fue dirigido por James Parrot, que era un colaborador habitual de Roach. Ese mismo año se estrenó Chickens come home, dirigida por James W. Horne.
Sin embargo, el declive de la dupla sería total e indecoroso. A diferencia de Chaplin, que siempre disfrutó de su éxito y del control de su obra, El Gordo y el Flaco sufrieron la ruina creativa y financiera. Ese naufragio se precipitó con la salida de Hal Roach, quien, además, nunca pagó sus deudas contractuales. La química establecida entre ellos, premiada con carcajadas unánimes, fue erosionándose por crecientes problemas económicos y la no menos grave resaca hollywoodense.
Condenados al olvido
Como si el polvo los hubiese cubierto, pasarían los siguientes 20 años ganándose malamente la vida en teatros casi vacíos de Inglaterra. Nadie les ofrecía trabajo y tuvieron que salir a mendigarlo. Su última película fue Robinsones atómicos, de 1951, dirigida por Leo Joannon. Fue un fracaso: Ollie estaba enfermo y no podía moverse demasiado, y Stan había estado con ataques de pánico.
Una de las pocas personas
que siguieron ávidamente a la dupla – sobre todo a Stan Laurel– fue el actor Dick Van Dyke. En 1965, en el tributo fúnebre a su amigo Stan, afirmó: “Stan y Ollie murieron desafiándose, sonrieron con gesto torvo y rehusaron estar acongojados. Yo quiero decir ahora a Stan lo que él siempre me dijo cuando nos despedíamos: Dios te bendiga”.