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El último sobreviviente de la epidemia

El último hombre es una novela de Mary Shelley, autora de Frankenstein, que narra cómo una epidemia se extiende por toda Europa, sin cura posible.

En 1818, Mary Shelley publicó Frankenstein o el moderno Prometeo. La historia de aquella criatura, hecha de partes de cadáveres, le hizo ganar un lugar de importancia en la literatura inglesa.

Ocho años después publicó El último hombre, una novela distópica en la que una plaga se va extendiendo por toda Europa, bajo un sol negro que parece anunciar el fin de los tiempos. Ya no es un monstruo el protagonista de la historia, sino un hombre, el último de los sobrevivientes de una peste, una epidemia que se extiende a través del aire.

“Si la infección dependía del aire, el aire mismo estaba expuesto a la infección”, escribirá el último hombre en el año 2100. El miedo es una presencia omnímoda, es decir, absoluta; y abundan los malos presagios. Como siempre ocurre, hay quien cree que la desgracia no lo alcanzará: “Éramos como el hombre que se entera de que su casa está ardiendo y aún así avanza por la calle sin perder la esperanza de que se trate de un error”.

No hay cura posible contra la enfermedad. La única manera de prevenirla es mantenerse recluidos. “La limpieza y la sobriedad, incluso el buen humor y la benevolencia son nuestras mejores medicinas”, afirma el texto. Aparece un falso Mesías que asegura a sus seguidores que se salvarán de la peste; pero también se conocen actos heroicos: “Actos cuya sola mención llena de orgullo los corazones y de lágrimas los ojos. Así es la naturaleza humana: en ella la belleza y la deformidad suelen ir de la mano”. Los que huyen en busca de una Tierra Prometida, mueren en su peregrinación. Todo es ominoso. La esperanza, una intrusa que no encuentra el menor asidero.

Mary Shelley dijo haber encontrado en una cueva, en las costas del mar Tirreno, una colección de manuscritos proféticos que aludían al último hombre vivo sobre la tierra, que ella decidió traducir y adaptar en su libro. Se erige así aquel vaticinio en una mujer capaz de contar organizadamente las caóticas y dispersas profecías sobre el fin del mundo.

En la novela, el último hombre es Lionel Verney, huérfano de un noble de Inglaterra, quien escribirá la historia, en su refugio en Roma, antes de navegar por las costas del mar Mediterráneo en busca de sobrevivientes.

El libro fue ferozmente criticado en su tiempo, por su crueldad y pesimismo; incluso fue prohibido en Austria. El estado de ánimo de Mary Shelley cuando lo escribió, no podía ser peor. Su marido, el poeta Percy Shelley, había muerto ahogado a los 30 años, mientras navegaba en su velero. Ella tenía veintisiete años y ya había perdido tres hijos. Se sentía “como la última sobreviviente de una raza”. Pero escribir el libro significó para ella una transfusión de vida: “Siento que vuelve la fuerza, y eso ya es una alegría. Al fin se disipa el invierno que había tomado mi alma. Vuelvo a sentir el entusiasmo luminoso de la escritura a medida que puedo volcar lo que siento en el papel.

Las ideas se elevan y me complace expresarlas”. Mary Shelley admite que es extraño “hallar solaz en una narración llena de desgracias y pesarosos cambios. Es uno de los misterios de la naturaleza”.

El narrador de la novela hace una pregunta que inquieta el ánimo de quien lee el libro hoy: “¿Quién, tras un grave desastre, no ha vuelto la vista atrás con asombro ante la inconcebible torpeza de comprensión que le impidió percibir las numerosas hebras con que el destino teje su red, hasta que se ve atrapado en ella?”.

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