Cultura

Cuando un jugador uruguayo lloró en un Mundial junto a los brasileños

Obdulio Varela era el capitán del equipo de la Celeste que salió campeón del mundo venciendo en 1950 a Brasil, que jugaba de local. Su conducta después del partido lo reveló en toda su humanidad

Siete países americanos y seis naciones europeas participaron en el Mundial disputado en Brasil de 1950. Por primera vez, entre otras curiosidades, Inglaterra se hizo presente en una copa del mundo. Brasil y Uruguay llegarían a la final en el Maracaná. Se jugó el 16 de julio. El dueño de casa estrenaba el estadio más grande del mundo. Los jugadores brasileños, que habían vencido con aplastante facilidad a todos sus rivales, recibieron en la víspera relojes de oro que al dorso tenían grabado: “Para los campeones del mundo”. Sin embargo, ese día el imponente mediocampista uruguayo Obdulio Varela silenció a los 200.000 fanáticos locales y se convirtió en una figura épica que asombró al mundo entero.

Obdulio empezó a jugar al fútbol por casualidad. Tenía once hermanos, hijos de un vendedor de facturas de cerdo. Durante su infancia dividía su vida entre la calle y la miseria. Fue a la escuela tres años hasta que tuvo que dejarla para ir a vender diarios y lustrar zapatos. Un día lo invitaron a jugar al fútbol en el potrero de su barrio. Allí encontró a su hermano, que jugaba en el otro equipo. Cuando se estaba cambiando para ingresar, apareció finalmente el titular del equipo y no pudo entrar a la cancha. Entonces su hermano, para levantarle el ánimo, le preguntó si quería meterse en su equipo con él. Como Obdulio había ido a jugar al fútbol, aceptó. Ganaron y se quedó en el team.

Los muchachos del equipo de su hermano le habían conseguido un trabajo de albañil. No obstante, Obdulio, envalentonado por su gran rendimiento, empezó a jugar en un club que intervenía en el campeonato de Intermedia (en el ascenso uruguayo). Anduvo tan bien que un día le avisaron que lo habían vendido a Wanderers por 200 pesos. Cuando se enteró, fue a ver a los dirigentes del equipo y les preguntó: “¿Quién va a defender al club, el Deportivo Juventud o yo?”. Consiguió que le pagaran los 200 pesos. Ese día se compró de todo. Cuando volvió a su casa, su madre no quería creer que le habían dado semejante cantidad de dinero porque intuía que andaba en malos pasos.

Cuando el brasileño Friaca convirtió el primer gol de la final, un rugido de 200.000 almas y muchos cohetes de artificio tronaron en el Maracaná. Todo el país fue una explosión de júbilo. Obdulio fue a su arco vencido, agarró la pelota en silencio y la guardó entre el brazo derecho y el cuerpo. “Tal vez el único que supo comprender el dramatismo de ese instante”, escribió Osvaldo Soriano, “de computarlo fríamente, fue el gran Obdulio, capitán de ese joven equipo que empezaba a desesperarse”. Lo cierto es que caminó apenas moviendo los pies, desafiante, sin una palabra para nadie, y todo el estadio tuvo que esperarlo tres minutos para que llegara al medio de la cancha y le pronunciara al juez algunas palabras en un incomprensible castellano.

Obdulio no tuvo oídos para los brasileños que lo insultaban porque comprendían su maniobra siniestra: enfriar los ánimos y poner distancia entre la reanudación y el gol, para que desde entonces el partido empezara de nuevo. Brasil ganaba uno a cero, pero por primera vez los uruguayos comprendieron que el adversario era vulnerable. Obdulio empezó a empujar a sus compañeros desde el medio de la cancha, ordenándolos. Schiaffino clavó el gol del empate y un tiro cruzado de Ghiggia le dio el campeonato a Uruguay, que terminó ganando dos a uno. El mundo no podía creer que el gigante cayera vencido en su propio templo.

Esa noche, para evitar al periodismo y a los hinchas, Obdulio salió para celebrar en soledad el triunfo. Por todas partes había brasileños llorando, que decían, consternados: “Obdulio nos ganó el partido”. Cuenta Eduardo Galeano que a Obdulio la victoria empezó a pesarle en el lomo: “Él arruinó la fiesta de esta buena gente, y le vienen ganas de pedirles perdón por haber cometido la tremenda maldad de ganar. De modo que sigue caminando por las calles de Río de Janeiro, de bar en bar. Y amanece bebiendo, abrazado a los vencidos”.

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