cultura

El día que se encontraron Jorge Luis Borges y Juan Rulfo

Fueron dos de los mayores escritores de nuestra lengua. Provenían de mundos completamente distintos, pero al encontrarse un día en México descubrieron que eran muy parecidos.

Uno parecía un escritor anglosajón desterrado en Buenos Aires, el otro venía de las profundidades del México rural. Se parecían enormemente en lo diferente que eran. Uno capaz de escuchar las voces de un pueblo de muertos contando su historia; el otro desentrañando el misterio de una vida cifrado en un hombre. Lo cierto es que, en 1973, Jorge Luis Borges visitó la ciudad de México y pidió encontrarse con uno de sus escritores más admirados: Juan Rulfo.

El 16 de mayo de 1917, en el estado mexicano de Jalisco, nació el escritor que desde el viento, la desolación y la tristeza hizo contar a los muertos la historia más fabulosa de la literatura latinoamericana. El título original de la novela era “Los murmullos”, pero Juan Rulfo la publicó en 1955 bajo el título de Pedro Páramo, un libro de apenas 136 páginas que, según Jorge Luis Borges es una de la mejores novelas de la literatura de lengua hispana e incluso universal.

En el prólogo de una de las edicio­nes, el escritor argentino escribió: “Emily Dickinson creía que publicar no es parte esencial del destino de un escritor”. Rulfo compartía ese parecer. Devoto de la lectura, de la soledad y de la escritura de manuscritos, que revisaba, corregía y destruía, recién publicó su primer libro –El llano en llamas– cuando cumplió los 40 años. Un terco amigo, Efrén Hernández, le arrancó los originales y los llevó a la imprenta. Esta serie de 19 cuentos prefiguró de algún modo la novela que lo haría famoso en muchos países y en muchas lenguas.

No obstante, el primer grupo mexicano de lectores de la obra de Borges había surgido a inicios de la década de 1940 en Guadalajara. Desde entonces, Rulfo siguió con afilada atención de cazador en el de­sierto las huellas literarias del escritor argentino. Esa tarde de 1973, en la ciudad de México, Borges debía cumplir unos “impiadosos compromisos” que, según sus palabras, “confundían a un mo­desto autor con un pésimo actor”. No bien llegó, lo primero que exigió a sus anfitriones fue encontrarse con Rulfo. Sin embargo, era el maestro mexicano quien lo estaba esperando a él.

La reunión cumbre

Luego de acomodarse en un silloncito de madera, Borges oyó una voz enternecedora: “Maestro, soy yo, Rulfo. Qué bueno que ya llegó. Usted sabe cómo lo estimamos y lo admiramos”.

“Finalmente, Rulfo”, respondió Borges. “Ya no puedo ver un país, pero lo puedo escuchar. Y escucho tanta amabilidad. Ya había olvidado la verdadera dimensión de esta gran costumbre. Pero no me llame Borges y menos maestro, dígame Jorge Luis”.

“Qué amable. Usted dígame entonces Juan”.

“Le voy a ser sincero. Me gusta más Juan que Jorge Luis, con sus cuatro letras breves y tan definitivas. La brevedad ha sido siempre una de mis predilecciones. Dígame, ¿cómo ha estado últimamente?”.

“¿Yo? Pues muriéndome, muriéndome por ahí”, contestó Rulfo con una voz débil.

“Entonces no le ha ido tan mal”, le espetó Borges.

“¿Cómo así?”, le preguntó el ­mexicano.

“Imagínese, don Juan, lo desdichados que seríamos si fuéramos inmortales”, continuó.

“Sí, verdad. Después anda uno por ahí muerto haciendo como si estuviera uno vivo”.

“Le voy a confiar un secreto. Mi abuelo, el general, decía que no se llamaba Borges, que su nombre verdadero era otro, secreto. Sospecho que se llamaba Pedro Páramo. Yo entonces soy una reedición de lo que usted escribió sobre los de Comala”, le confió Borges.

Como si hablara consigo mismo, Rulfo le respondió: “Así ya me puedo morir en serio”.

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