Cultura

El discreto encanto de Luis Buñuel

Fue uno de los hombres más profundos de la historia del cine. Su producción, que incluye desde Un perro andaluz hasta Ese oscuro objeto del deseo, lo colocó para siempre en el sitial de los grandes.

La profundidad de Luis Buñuel se evidencia no solo en sus películas, sino también en sus reflexiones públicas o en los pensamientos desarrollados en la intimidad de sus escritos, dispersos en entrevistas y libros, y que reunidos dan la talla de este gran director de cine español.

Le gustaba la lluvia, la recordaba como uno de los ruidos más bellos del mundo. Cada tanto se servía un dry martini para sentarse frente a su memoria, dejaba que los recuerdos se proyectaran, como una película. Por ejemplo, sus encuentros con Jorge Luis Borges. Además de considerarlo presuntuoso y adorador de sí mismo, decía Luis Buñuel que “entre todos los ciegos del mundo, hay uno que no me agrada mucho, Jorge Luis Borges”. No era por su talento como escritor, decía no respetar a nadie porque fuera buen escritor: “El mundo está lleno de buenos escritores”. Se encontraron dos o tres veces, pero le alcanzaron para apreciar el filoso ingenio de Borges y su desconcertante sentido del humor.

El surrealismo está muy presente en el cine de Buñuel, pero también en las asociaciones que hacía en sus conversaciones. Podía pasar de sus encuentros con Borges a la ceguera, y encallar en absurdas relaciones: “No puedo pensar en los ciegos sin recordar una frase de Benjamin Péret: ¿Verdad que la mortadela está fabricada por ciegos? Para mí esta afirmación, en forma de pregunta, es tan verdad como una verdad del Evangelio. Para mí, es el ejemplo mágico de una frase totalmente irracional que queda brusca y misteriosamente bañada por el destello de la verdad”.

Entendía al azar como un herma­no del misterio, lo que lo llevaba a re­flexionar sobre la fe: “El ateísmo –por lo menos el mío– conduce necesa­riamen­te a aceptar lo inexplicable. Todo nuestro universo es misterio. Puesto que me niego a hacer intervenir a una divinidad organizadora, cuya acción me parece más misterio­sa que el misterio, no me queda sino vivir en una cierta tiniebla. Lo acepto.

Ninguna explicación, ni aun la más simple, vale para todos. Entre los dos misterios, yo he elegido el mío, pues al menos preserva mi libertad moral”.

Los curas de la España franquista lo habían alejado para siempre de la religión: “Toda mi vida me ha impresionado enormemente la famosa fotografía en que, ante la catedral de Santiago de Compostela, se ve a unos dignatarios eclesiásticos, revestidos con sus ornamentos sacerdotales, haciendo el saludo fascista junto a varios oficiales. Dios y la patria están allí codo con codo. No nos traían más que represión y sangre”.

No tenía fe en Dios, pero tampoco tenía fe en la ciencia: “La ciencia me parece superficial. Ignora el sueño, el azar, la risa, el sentimiento y la contradicción, cosas todas que me son preciosas”.

La compulsión de explicarlo todo conduce, necesariamente, a empequeñecer lo que nos rodea y a mediocrizar la vida. Por eso detestaba las críticas de sus películas que pretendían revelar hasta el último detalle de lo que se había propuesto contar, como si el creador tuviera todas las respuestas sobre su obra, como si todo pudiera ser contestado –¿por qué esto?, ¿por qué aquello?–: “Si fuéramos capaces de devolver nuestro destino al azar y aceptar sin desmayo el misterio de nuestra vida, podría hallarse próxima una cierta dicha, bastante semejante a la inocencia”.
Con Belle de Jour, de 1967, obtuvo el León de Oro en el Festival de Venecia, y el mayor éxito comercial de su carrera. Planeaba sus películas con extrema minuciosidad, trabajaba hasta caer exhausto, estaba convencido de que el trabajo que se hace por gusto, por vocación, ennoblece al hombre. El otro trabajo “es una maldición, no dignifica, como dicen, no sirve más que para llenarles la panza a los cerdos que nos explotan”.

Odiaba la información, pero tenía una fantasía para cumplir después de haber fallecido: “Me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un kiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis ­periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba”.

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