cultura

El origen histórico de algunas costumbres matrimoniales

Muchos ritos conyugales que hoy se practican con naturalidad hunden sus raíces en la antigüedad más remota.

La historia de los matrimonios está entrelazada a las uniones formales que en la antigüedad se realizaban entre reyes y nobles. La mayoría de las veces eran uniones estratégicas en las que el amor nada tenía que ver. Pero allí se cimentaron algunas costumbres que perduran hasta el presente.

Los simbólicos anillos que en las bodas católicas se colocan recíprocamente los contrayentes ante el altar son de origen pagano. En la Roma imperial se instaló como costumbre. Y se siguen poniendo en el dedo anular —vocablo derivado de annularius, proveniente del latín— de la mano izquierda, sin rememorar por qué los romanos lo habían así dispuesto. En ese sentido, Aulo Gelio lo explica de la siguiente manera: “Cuando se abre el cuerpo humano, como hacen los egipcios, y se practica en él la disección, se va desde el anular hasta el corazón. Se cree conveniente otorgar el honor de llevar la sortija a ese dedo, con preferencia a todos los demás, a raíz de esa estrecha conexión, de esa especie de lazo que le une al órgano más noble del hombre”.

Las películas norteamericanas han divulgado la costumbre que allí se observa, cuando los recién casados llegan por primera vez a su hogar; el marido toma en brazos a su mujer y así ingresan a su nido de amor. Ludwig Friedlander, en su Incomparable cuadro de la civilización del Imperio Romano, afirma que esa costumbre romana sobrevivió desde los tiempos del emperador Augusto. Asimismo, a menudo se traducía en cambios dinásticos, uniones estratégicas o cambios en la sucesión del poder político, según fuera el caso.

No obstante, aunque las curiosidades históricas del matrimonio casi han dejado de serlo debido a las reiteradas veces que vio la luz en libros y revistas, no puede dejar de mencionarse la boda del Dux de Venecia con el mar. Instituyéndola el papa Alejandro III, que en el transcurso de una fiesta solemne, ofreció al Dux su anillo, diciéndole: “Recibe esta prenda de tu imperio sobre el mar; todos los años, en un día semejante, contraerás con él matrimonio para que la posteridad sepa que tuyo es por derecho de conquista, y que yo consagro tu poder sobre él como el de un marido sobre una esposa”.

Hasta que Napoleón suprimió el dogaresado, ningún Dux faltó —el día de la Asunción— a celebrar sus desposorios místicos. Rodeado de senadores, jueces de la Quarantía, embajadores, consejeros de la Signoria y miembros principales del Maggior Consiglio; vestido con su traje púrpura se colocaba a la cabeza de aquel cortejo magnífico, hasta el muelle de los Esclavos, donde se mecía el Bucentauro, la góndola ducal: un verdadero palacio flotante, que reflejaba en el fondo verde de la laguna sus dos pisos con los costados cubiertos de ramajes de oro y las bordas sostenidas por ninfas y cariátides. Arriba, a la sombra del toldo púrpura, la nobleza sentada en doble fila, mirando al Dux, que ocupaba el alto trono de popa. Las cien garras del dorado monstruo se movían —partiendo con lento cabeceo la pesada nave—, prorrumpiendo las aclamaciones del pueblo, que mezclaba sus gritos con el volteo de las campanas y el tronar de las bombardas y culebrinas sobre las galeras ancladas, hasta que, en la entrada de la laguna, el augusto representante de Venecia arrojaba con solemnidad su anillo a las olas, exclamando: “Oh, mar, te desposo en nombre y testimonio de nuestra real y perpetua dominación”.

Sin embargo, nada atrajo tanta curiosidad como una boda de aldea en la Beira litoral, Portugal. Sus ritos son complicados e inmutables. El novio, provisto de la bendición paterna, marcha —con los testigos— a la casa de su prometida. Llama a la puerta el primer testigo, alegando que viene a buscar a la que ha prometido casarse con su amigo. Se le contesta que llame a otra puerta, pues se ha equivocado de casa. El novio insiste, por fin entra y busca hasta hallar a la joven en una habitación oscura, rodeada de sus damas de honor. Apretados de la mano se arrodillan ante la madre de la joven para implorar perdón y recibir su bendición. Finalmente, en medio de una batahola de armónicas, los novios se dirigen a la iglesia. El trayecto está cubierto de flores, cortadas por arcos enramados, jalonado de mesas en las que los testigos han colocado sus regalos.

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