Fiódor Chaliapin y los secretos de una gran estrella de la ópera

Fue una de las mayores figuras de la escena lírica del siglo XX, admirado por Maria Callas y Enrico Caruso. Su vida está llena de anécdotas insólitas.

El mismo viajaba antes de cada estreno a Montecarlo a encargarle siempre al mismo zapatero el calzado de los personajes que interpretaría. Ya fueran las botas del zar Boris Godunov o los escarpines con hebilla de plata de don Basilio, el personaje central de El barbero de Sevilla. Los productores estaban acostumbrados, era una de las tantas rarezas de esa personalidad imprevisible y colosal de Fiódor Ivánovich Chaliapin.

El calzado no era un detalle cualquiera en la vida de Chaliapin, de chico había soñado con ser zapatero. Ayudaba a su abuelo en un taller de costura de zapatos viejos. De grande, recordaría que el arreglar zapatos era su “violín de Ingres”. Esa vocación de zapatero remendón la mantuvo a lo largo de su vida. Cuando salía de gira, para calmar los nervios, llevaba todos los enseres propios de un zapatero, y se entretenía fabricando pantuflas para los compañeros de elenco.

Nació en Tartaristán el 13 de febrero de 1873. Su infancia no había sido feliz, las privaciones y la necesidad de trabajar desde muy chico le dejaron una marca indeleble.

El azar ayudó a torcer para siempre su destino. Una mujer adinerada en cuya casa el pequeño Fiódor ayudaba en las tareas domésticas, viendo que el niño la escuchaba con fascinación tocar el piano y, a hurtadillas, intentar escalas en el teclado, le regaló un número en el sorteo de un piano organizado por la empresa de la que era propietario su marido. Fedia –como lo llamaban en su casa– resultó ganador.

Se desesperó por ir a aprender con un maestro, pero el padre, absorbido por otras preocupaciones, puso un colchón encima del instrumento, transformándolo en una cama y ganar un poco más de espacio en esa casa tan estrecha. Al poco tiempo tuvieron que vender el piano. Pero Chaliapin ya sabía que la música se había vuelto la obsesión de su vida.

Cuenta Chaliapin en sus Memorias que la pasión por el teatro le nació cuando veía a los payasos actuar en la plaza de su pueblo, provocando carcajadas entre los chicos de su edad. Los veía como seres sobrenaturales capaces de imantar multitudes. En esa misma plaza, sobre una improvisada tarima, todos los fines de semana ese chico de 13 años se subía con majestuosidad imperial para cantar con incipiente voz de bajo algunos tramos de ópera populares de la época. Un músico de la corte lo escuchó por casualidad, y lo incorporó a la compañía que año tras año ofrecía sus espectáculos al zar de todas las Rusias. Desde entonces conoció la cercanía de la realeza.

Ya era un cantor admirado cuando, luego de un espectáculo, el duque Sergio Micailovich llevó a Chaliapin luego de una actuación una copa de cristal de Murano, en bandeja de plata, llena de champaña. El zar brindó con él a la distancia. Luego de beber la copa, dijo: “Ruego a Vuestra Alteza que participe al emperador que, como recuerdo de este acontecimiento, conservaré la copa”. El duque se fue con la bandeja vacía.

Algún tiempo después, en una fiesta, la zarina dijo a Chaliapin, con una sonrisa: “Usted me ha arruinado una preciosa docena de copas de Murano que me enorgullecían”. El cantor respondió con presteza: “Es fácil recomponer la docena. Regáleme Vuestra Alteza las demás once”.

El ego dañado

Cuando triunfó la revolución comunista, esa estrecha relación con el zar no lo favorecía demasiado. Se lo acusó de afeminar el corazón de los revolucionarios. Se fue del país para iniciar sus andanzas por los principales teatros del mundo, donde conoció el más rotundo de los éxitos. Pero hay un episodio donde su ego quedó severamente dañado. Fue cuando se encontró con otro grande de la escena de la ópera, Arturo Toscanini.

El más célebre cantor de Rusia estaba en la cima de su gloria cuando le tocó trabajar con el maestro italiano. La Scala de Milán lo había contratado para cantar Boris Godunov, de Mussorgsky.

Se presentó al primer ensayo como si fuera Dios descendiendo sobre la Tierra. Toscanini lo escuchó diez minutos y luego le dijo fríamente: “Usted no canta Boris. Canta algo que usted ha imaginado es Boris”. El imponente bajo se puso lívido. Semejante afrenta no la hubiera tolerado ni siquiera viniendo del zar de todas las Rusias.

El divo contuvo sus ansias asesinas frente a ese hombre bajito, insignificante, que lo enfrentaba inmutable. Chaliapin se retiró de La Scala. Quería irse de Italia, promover un incidente diplomático, exigir disculpas. Toscanini permaneció impertérrito: “Si quiere cantar Boris Godunov en La Scala, tiene que volver a aprenderlo”.

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