Cultura

Homero Manzi: un hombre de letras que hizo letras para los hombres

Fue autor de algunos de los mejores tangos de toda la historia, pero también una persona con un fuerte compromiso con las causas populares.

Algunos de los tangos que más profundamente identifican a Buenos Aires fueron escritos por un santiagueño: Homero Nicolás Manzione –quien luego reduciría su apellido, inmortalizándolo como Manzi-. Nació en Añatuya, Santiago del Estero, el 1 de noviembre de 1907. A los nueve años se trasladó a Buenos Aires con su madre y sus siete hermanos, “un poco a la aventura”, afincándose en el barrio de Nueva Pompeya. Allí comenzó sus estudios como pupilo en un colegio.

Todas las mañanas salía para el colegio, pero pocas veces llegaba. En un tango contaría su modus operandi: “Mintiendo ir al colegio me iba por esas calles/ sin una compañía. Ninguno me siguió”. Su mayor aprendizaje lo hizo en la calle: “Robaba pantalones largos a los mayores para recorrer el misterio de las noches y los almacenes” Ese misterio que como pocos fue capaz de traducirlo en poesía, con esos versos que empezó a tejer en su mente mientras fumaba sus primeros cigarrillos a escondidas: “Pitadas prohibidas que se castigaban con mil operaciones de dividir”.

A los 19 años ingresó a la Facultad de Derecho. Entre sus envarados compañeros de estudio, su presencia era una carcajada: “¡Los platos que me hacía poniendo en verso los artículos del Código Civil!”. A la tercera materia, dejó la carrera.
En ese breve tiempo se convirtió en líder universitario –ligado a los grupos yrigoyenistas- y fue elegido delegado de su Facultad en la FUBA, por sus condiciones de fogoso orador de barricada.“Por esos tiempos era hombre de armas tomar…”, recordaría. Y para confirmarlo, está el hecho que registra la crónica policial. Durante los disturbios que originó la toma de la Facultad de Derecho, hubo tiros. Y Manzi resultó acusado de haber tratado de hacer blanco en el profesor Rodriguez Egaña, que luego sería senador por el conservadorismo. Resultado: lo expulsaron de la Facultad junto con su correligionario Arturo Jauretche, con quien años después integraría el núcleo fundador FORJA –una agrupación disidente de la UCR, que luego se plegaría al peronismo-, porque sabían que “éramos una Argentina colonial” y ansiaban una “Argentina libre”.

Versos de un payador

Le gustaban las mujeres y decía que era un galán fracasado por culpa de los kilos. Sin embargo, su facilidad para la poesía hacía olvidar a las mujeres el exceso de peso. Le cruzaba la mirada la nostalgia irreparable de lo que se iría para siempre: el farol balanceando en la barrera, el codillo llenando el almacén, el vaivén del carro cruzando los ocasos, las chatas entrando al corralón, y ese perfume de yuyos y de alfalfa que el viento barrió sin piedad.

Homero Manzi empezó escribiendo versos para la murga de su barrio y terminó escribiendo 156 canciones que, como dijo Jauretche, fueron “las radiografías más dolidamente lúcidas y profundas del hombre que está sólo y espera”. Muchas de sus letras se convirtieron en verdaderos himnos: Sur, Barrio de tango, Malena, El último organito, Fuimos, ¡Che bandoneón!, entre muchos otros. Además, fue autor de numerosos guiones para radio y cine.

En cine, su obra más importante es La guerra gaucha, escrita en colaboración con Ulises Petit de Murat. En todas sus obras –como en su vida- nunca abandonó la vereda de lo popular.

Un poema que también es una profecía

Cuando salió del consultorio médico con la noticia de que tenía un cáncer muy avanzado, fue a su casa, se miró en el espejo y murmuró: “Pensar que te vas a morir, gordo”.

Después acomodó una hoja de papel sobre la mesa y escribió:

“Sé que hay lágrimas largamente preparadas para mi ausencia.
Sé que mi nombre sonará en oídos queridos con la perfección de una imagen.

Y también sé que a veces dejará de ser un nombre y será sólo un par de palabras sin sentido”.

Murió el 3 de mayo de 1951. Ese día, en el cementerio de la Chacarita, Cátulo Castillo despidió a su amigo diciendo que Homero se había acercado a las cosas que tenían la simpleza genial del propio pueblo.

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