cultura

Jaime Dávalos, el nombrador

Fue uno de los grandes poetas y cantores de nuestra música folklórica, sus creaciones siguen vivas en los fogones, en las sobremesas y en los escenarios.

Tenía sangre india y un rostro de barba puntiaguda que parecía tallado a mano, con una cicatriz cruzándole la frente. Su voz transcurría como uno de esos arroyos fatigados de los cerros salteños en los que nació el 29 de enero de 1921. Regresaba siempre a esa tierra roja mezclada con la sangre de los coyas, volvía para escapar de los climas artificiales, la vida mecanizada y los repugnantes valores consagrados.

Hijo del escritor Juan Carlos Dávalos, la infancia de Jaime transcurrió en Cachi. En su libro “Toro viene el río” recogió algunos recuerdos autobiográficos de esa época en la que conoció personajes de un realismo mágico, como un zapatero rengo, medio jorobado y pícaro, que hablaba como si tuviera clavos en los dientes; o un arriero, siempre metido en un sombrero grandote, que lo llevaba a los carnavales donde celebran sus nupcias las coplas, la chicha y las bagualas

Solía usar un sombrero ancho y un largo pañuelo negro enroscándole el cuello. Aunque no lo era se sentía un coya, compartían el olor a tristeza removida, el cuerpo encorvado y sus silencios abiertos, sin vida, como soñando todo su tremendo pasado, con los sentidos embutidos por la coca que mastican para olvidar el hambre, con la muerte corriéndoles entre la piel arrugada como esos viejos cactos resecos por el tiempo. Quería rescatar a los coyas de esa tolerancia milenaria, que recuperaran algo de su rebeldía, que volverán a sus manos, “a todo ese arte primitivo que ellos pueden hacer. Convertirlos en el trabajo de sus antepasados, sacarlos de seres dibujados, tristes y desolados, para que puedan mostrar su artesanía al mundo entero. Revivir sus manos, esas manos, las tuyas, las mías, que ya han perdido la forma de trabajar, consumidas, quemadas, destruidas por la ceguera de esta técnica infernal, de este mundo infernal que sólo nos enseña cada día a desconocernos más”.

Su primer libro, “Rastro seco”, fue publicado en 1947; pero sería doce años después, con “Coplas y canciones” –libro que tiene un dibujo en la tapa de Carlos Alonso-, que empezó a ganar reconocimiento popular. Hacia fines del 50 comenzó a tener sus propios programas de televisión: “El Patio de Jaime Dávalos” y “Desde el corazón de la tierra” –ganador de un Martín Fierro-, fueron espacios que contribuyeron a que la música folklórica alcanzara su época dorada.

Amaba la pureza del vino y el calor de la guitarra Tenía una letra que a veces ni él mismo entendía escribió algunas de las mejores letras de nuestro folklore a las que pusieron música, entre otros, Eduardo Falú y Ernesto Cabeza: “Canción del jangadero”, “La golondrina”, “La nochera”, “Vidala del nombrador” y “Tonada de un viejo amor”. Canciones que a veces el propio Jaime Dávalos cantaba casi en un quejido, como si prolongara la tristeza del indio, como si se enredara entre sus brazos escuálidos y largos como raíces retorcidas. En sus 114 canciones profundizó en el misterio del paisaje, le cantó a los que trabajan de sol a sol en el surco para levantar el dulzor de la tierra cuajado en las fibras del cañaveral, al jangadero que va detrás de su horizonte fugitivo, al paisaje que crece en la sangre a medida que uno se aleja, al vuelo errante de las golondrinas, al ronco tambor de la luna, al ancho y negro olvido al corazón del vino donde nace la primavera y a la chicha corajuda del carnaval.

Decía: “Yo me jugué todo lo que tenía a las manos de los hombres simples de la tierra. Creo en ellos. Me visto con las ropas que ellos hacen. Todas las palabras que hablo están potenciadas con el símbolo que callan los otros, aquellos que me enseñaron a hablar callando.”

Su última actuación fue en el Luna Park, el 3 de noviembre de 1981. En primera fila algunos militares escucharon incómodos lo que Dávalos tenía para decirles: “Subyace en la conciencia de los pueblos que la tierra jamás fue derrotada”. Se le quebró la voz cuando entonó la “Canción al sueño americano”, en la parte de que dice: “el día que los pueblos sean libres, la política será una canción”. Gritaba que nunca habría de morirse. Hoy sabemos que eso es verdad.

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